Con todo y la indignación que nos queda con el caso Cochinilla, hay mucha enseñanza que se puede colegir, e incluso podríamos optar por quedarnos con lo positivo.
Hay que entender que ningún país está exento de la corrupción. Algunos países la controlan mejor que otros. Igual o más importante que ello, es la idiosincrasia y el aspecto cultural. A nivel de Latinoamérica, y a lo largo de su historia, la corrupción ha alcanzado una dimensión que probablemente en otras latitudes no se da.
Mal haríamos si nos quedamos con el dedo acusador hacia los denunciados por corrupción como si desde ya fueran culpables y de ser así, como si fueran los únicos culpables. Se equivoca a su vez quien quiera señalar únicamente al sector público, como si a nivel privado no hubiera corrupción. (Tan incorrecto es el que ofrece las dádivas como el que la recibe; no hay corrupto sin corruptor). Grave error comete también quien, de forma ingenua, le crea a un candidato político que ofrezca, demagógicamente, que con mano dura acabará con la corrupción del país.
Sabemos que lo sucedido no es sorpresa para nadie. La corrupción del Conavi y MOPT se ha dado por décadas y la corrupción sin duda ha existido también en otros ámbitos de la función pública. Ministros han ido y venido. Algunos hasta bien intencionados han visto las deficiencias y la corrupción sin poder marcar una gran diferencia, en el tanto que han existido mandos medios que dominan y se adueñan del sistema, con la complicidad del Servicio Civil que protege al buen y al mal funcionario por igual y con procedimientos disciplinarios que no llevan a soluciones de fondo y si hay algún despido de un funcionario, muchas veces —al poco tiempo— regresa a su puesto.
Debemos dejar de lado la politiquería y entender una vez por todas que la corrupción no es exclusiva de un partido político, sino que está arraigada en nosotros como sociedad. Se trata de todo un problema estructural; por cierto, de los más graves que tenemos. La solución no depende en forma exclusiva del Estado en sus diferentes poderes e instituciones. Depende más de nosotros como sociedad y es muy probable que se requieran generaciones para dar un giro cuantitativo.
Empecemos por no culpar a todos los demás, sin hacernos una autocrítica de lo que hemos sido y lo que somos. Que la corrupción no nos resulte indiferente, ni tampoco nos acostumbremos a ella. Corrupción no es solo robar millones al Estado. La corrupción está desde lo más simple hasta lo más grande. Se dice que el que no tiene la ética para lo más simple, no la tiene para lo más grande. Probablemente lo único que le falta es la oportunidad y condiciones para cometer un acto de corrupción de mayor magnitud.
De qué sirve indignarnos ante la corrupción de altos empresarios o funcionarios públicos si vemos como natural hechos como falsificar un examen de COVID-19 para salir del país; pagar una mordida a un oficial de tránsito para que no nos multen; hacer una conexión ilegal de un servicio público o el conseguir un dictamen médico falso para que nos vacunen antes de tiempo. Peor aún, muchos de los que lo hacen sacan pecho porque son más listos que los demás. Corresponde a nosotros cortar por lo sano e inculcar los valores más elementales de la ética y del buen ciudadano a nuestros hijos.
Otro importante deber cuando corresponda: salgamos a votar de forma responsable tanto para presidente como para diputados. A pesar de que no encontremos en el gran abanico de opciones al candidato ideal que nos gustaría, no debemos quedarnos sin votar por aquel que creamos que tenga la mejor propuesta y sin integridad moral comprometida. Huyamos de las propuestas que dicen todo lo que deseamos con discursos demagógicos o incitadores, disparando contra la élite política y todo el sistema, pero carentes de contenido realista o sin propuestas serias. Debemos ser críticos, estar atentos, pero no podemos perder la ecuanimidad que nos puede llevar a estadios muchos más delicados y peligrosos donde hasta nuestra democracia se pueda ver en riesgo.
Paradójicamente cuando se siente más desconfianza hacia la institucionalidad son en momentos donde el sistema está detectando y está respondiendo ante la corrupción. Sin duda, estábamos peor décadas atrás cuando este tipo de casos, lejos de destaparse, se encubrían. El caso Cochinilla es diferente al responder no a una denuncia particular o de la prensa, sino que su génesis está en una investigación de varios años a lo interno de órganos del Estado. Me llena de esperanza el pensar que, aunque falten muchos años para una sentencia donde se determinará la culpabilidad o no de los acusados, habrá un antes y un después de Cochinilla, tiene que haberlo, pero depende de todos. Está claro que institucionalmente se deben pulir los controles y mejorar las reglas del juego, pero a nivel de sociedad, todos estamos llamados a hacer un alto en el camino y poner las barbajas en remojo.
Día a día cumplamos con nuestro deber de esforzarnos por ser mejores ciudadanos. Hacer lo correcto, aunque nadie nos vea y sin esperar reconocimiento alguno. No podemos quedarnos en la crítica destructiva, en quejarnos y señalar a otros, sin examinarnos a nosotros mismos. Menos odio, menos negatividad y más trabajo honesto como ciudadanos. Solo así podremos generar un cambio general y enrumbar a nuestro país a lo que queremos para nosotros, para nuestros hijos y para nuestros nietos.
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