En el convento de clausura, enclavado entre el pueblo y la montaña, las monjas rezan todo el día, todos los días. Frente a una calle larga de lozas de concreto y escasas casas a los lados las novicias curan las almas con discreción. Se sumergen en un mundo místico, cierran todas las ventanas y las puertas. Dejan entrar poca luz por unas ranuras cercanas al altar principal de la capilla donde permanece la eucaristía; temporalmente cubierta con un manto morado, color que simboliza la preparación espiritual, la reflexión y la actitud penitencial de la cuaresma.

Este lugar tiene un valor histórico y también espiritual, es una partecita de ese esqueleto religioso que hace posible un mundo sostenido con plegarias. A veces se les escucha cantar, caminar por los pasillos internos apartadas del mundo. A veces hay oficios que parecen que no significan nada y son todo.

El edificio es sobrio, con olor a antigüedad, molduras de madera poco elaboradas, nichos profundos, barrotes largos, tejas rojas, paredes blancas y pisos de terracota, todo reluciente. La puerta principal es la única que permanece abierta de 6 a 6 para los que, aterrados con la pandemia, encontremos algo de sosiego. Todo sumado, es un refugio apacible para permanecer a salvo por un rato y deslizar nuestros pensamientos hacia un rinconcito muy especial.

Y más, en una cajita de madera dentro de la capilla se puede depositar “una petición de oración”. Cada mañana las monjas recogen estos trocitos de papel. Rezan, rezan y rezan, con devoción, por cada palabra escrita.

En la entrada hay un letrero grande, pegado con grapas, que dice “no misas disponibles hasta nuevo aviso, solamente visitas cortas”. Aunque muchas más personas quisieran asomarse por acá, funciona como todos los templos, a la mitad de su aforo. Sin duda el espacio se ve más amplio, hay menos bancas de lo habitual.

A las 3pm, hora acostumbrada de mi llegada, observo un bulto pequeño en la primera banca de la capilla. Me coloco en la banca de atrás. Ahora sumábamos dos sombras atentas, cautivadas por los vitrales de colores que adornan las ventanas de la diminuta Iglesia. En dos segundos ya había logrado trazar una historia en mi mente sobre el chico. Me hice la pregunta más obvia ¿qué hace un niño con un monopatín en esta capilla? De cuerpo delgado, cabello corto, parecía de unos diez años. En una mano sujetaba dos flores amarillas, de las que crecen como la mala hierba por toda la ciudad y qué probablemente recogió en el camino. Con la otra una patineta.

Sudado por la humedad que pega durante el día, respiraba con potencia, supongo que por el esfuerzo físico que le tomó llegar hasta acá. Sus tenis daban asco por la mugre de la calle, por lo demás, se veía un chiquito bien, con su pantalón corto hasta las rodillas, camiseta de rayas verdes y rojas, limpio. No hacía ni decía nada, estaba fijado en la banca. Desde su más tierna presencia, se le notaban algo agobiado.  Sobre la mascarilla sobresalían unos ojos negros que cerraba y abría a gran velocidad. No hablamos, ni nos saludamos, simplemente nos dejamos capturar por esa tranquilidad reducida a un espacio que ambos coincidimos el mismo día a la misma hora.

En todo caso, acá se siente bonito. Figuro que ambos nos sentimos ilesos por unos minutos de la cotidianidad, de los acontecimientos, de las vidas fracturadas, del ruido, de las palabras y de la complejidad humana. Quizá por esa razón, estamos otra vez como al principio, trayendo todas las flores a los templos más cercanos. Rezando por enmendar el mundo, afligidos por sentirnos cada vez menos importantes y olvidando, peligrosamente, el orden natural de las cosas que acaban en sí mismas.

Esta tarde dejé claveles y la hermosa costumbre de persistir en amar este lugar tan cercano a lo sublime.

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