La llamada ‘reactivación económica’ parece haberse convertido en una suerte de aspiración nacional. Desde los más diversos sectores se habla de reactivación como un elemento clave para enfrentar la profunda crisis que atravesamos. Gobierno, oposición, medios de comunicación, sector privado, sindicatos, movimientos sociales, academia y demás grupos, frecuentemente incluyen este concepto en sus narrativas.

Aunque se escucha mucho, poco se ha discutido sobre qué estamos entendiendo por reactivación económica. Su alegre uso es tan generalizado que, a veces, más bien suena a estribillo, mito, mantra, muletilla o todas las anteriores. El concepto remite a revitalizar una economía que recientemente fue dinámica y activa; sin embargo, la realidad costarricense no podría ser más distinta.

Como muchas personas lo perciben en su día a día, la economía lleva años con un débil crecimiento. Tenemos cinco años con una constante desaceleración económica. Ya en 2019 se registraba el crecimiento más bajo del PIB (2,1%) en los últimos años y aunque está pendiente la cifra oficial, el shock pandémico del 2020 representó una afectación económica sin precedentes. Los pocos empleos que se generan no le hacen ni cosquillas al altísimo desempleo y subempleo, padecido con mayor intensidad por personas con poca educación formal, mujeres y jóvenes.

Otro rasgo de la economía costarricense es una estructura dual profundamente desigual. Por un lado, la nueva economía, globalizada, de alto valor agregado y concentrada en el Valle Central, mantiene un dinámico crecimiento, generando empleos bien remunerados pero que requieren una alta calificación técnica. Por el otro, la vieja economía, con los sectores más tradicionales, de baja productividad y mayormente localizados en regiones periféricas, pero intensivos en la generación de empleo poco calificado, como el sector agropecuario.

Estas economías no solo tienen velocidades muy distintas, sino que están escasamente encadenadas entre sí. Las investigaciones del Programa Estado de la Nación señalan que se carece de políticas de fomento que, considerando las distintas particularidades territoriales, incentiven encadenamientos productivos y laborales entre estos dispares motores de la economía nacional. Esta brecha se explica por el estilo de desarrollo impulsado a partir de la década de 1980, que promovió una diversificación y apertura económica que relegó los sectores productivos tradicionales.

Ahora, ¿es importante esta discusión? Mucho. Reactivación implicaría volver a una economía que en los años recientes no ha sido pujante, pero sí profundamente desigual. Una salida sostenible a la gran crisis sanitaria, económica y social que atravesamos pasa por soluciones estructurales, no por más parches.

Por ejemplo, las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para reducir el déficit fiscal deberían seguir el consejo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y priorizar aquellos “cambios impositivos que aumentan los ingresos y reducen la desigualdad”. Así se resolvería un desafío inmediato (déficit fiscal y endeudamiento creciente) al tiempo que se combate el estructural reto de la desigualdad de ingresos, que ha empeorado en los últimos 30 años hasta convertirnos en uno de los países más desiguales del mundo.

No superaremos la actual crisis aspirando a reactivar un estilo de desarrollo generador de amplias desigualdades. Sería un error que comprometería el futuro, especialmente el de las personas jóvenes. “Salir de esta crisis es recuperar el terreno perdido, pero no volver a lo anterior”, planteó en un podcast el politólogo Leonardo Merino. Tal recuperación requiere sentar bases sólidas para un país más justo, equitativo y sostenible. Si no es ahora, ¿cuándo?

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