A pesar del impacto que —a nivel de legitimidad institucional— supuso el escándalo de El Cementazo, prácticamente nada cambió a lo interno del Poder Judicial.

Si bien muchos se rasgaban las vestiduras y se golpeaban el pecho abogando —a lo externo— por un nuevo sistema de elección de los magistrados, a lo interno el discurso pareció ser otro, dirigido por el contrario a asegurar su continuidad. Resulta obvio señalar que el sistema actual, lejos de asegurar que resulten designados los mejores, deja abierta la puerta para la materialización de compromisos que pongan en riesgo la efectiva independencia judicial.

La magistratura debería ser el último grado de la carrera judicial, cargo al que habría de llegarse solo luego de años esfuerzo y experiencia en la judicatura; sus miembros deberían ser electos a partir de ternas elaboradas por un Consejo de la Judicatura, reduciendo con ello el riesgo de politización en la designación.

Aun si no pueda evitarse la intervención de la Asamblea Legislativa, la designación exclusiva de jueces de carrera sería un avance en la dirección correcta para hacer corresponder los méritos con las prerrogativas del cargo; las entrevistas a los candidatos habrían de ser públicas y público el voto realizado por cada diputado.  Así se lograría transparencia sobre el proceso de designación y se haría responsable a cada legislador por la decisión tomada.

Realizado dicho cambio, resultaría también necesario otro, aún más importante: que los magistrados se dediquen de manera prioritaria a administrar justicia, poniendo con ello fin a la delegación de competencias que en cabeza de los letrados ocurre en la actualidad; estos ni siquiera son jueces, pero ostentan de hecho potestades superiores a las de un Juez 5.

Adicionalmente, cuando algún letrado desea pasar a la judicatura, usualmente no recorren el largo camino al que se encuentran obligados los jueces de carrera, sino que de manera cuasi mágica son directamente nombrados (primero interinamente) en plazas de Juez 5; cuando sale a concurso alguna plaza en propiedad, no pocos resultan favorecidos con dicha designación aun si no eran en la especie los mejor calificados.

Todo esto genera una disfunción que permea toda la administración de justicia, dejando en los no designados la percepción de que el sistema de carrera judicial no responde a los méritos de los candidatos sino a factores de naturaleza subjetiva.

Finalmente y respecto del gobierno judicial, este debería corresponder no a la totalidad de los magistrados sino a un Consejo Superior conformado por el presidente de cada sala, jueces 5 (juez coordinador del respectivo tribunal) y funcionarios  de ámbitos auxiliares a la administración de justicia, asegurando con ello que la mayoría de los magistrados se dediquen de manera prioritaria a resolver los asuntos jurisdiccionales sometidos a su conocimiento; las comisiones deberían reducirse a la mínima expresión, a efectos de lograr el mayor aprovechamiento de los recursos.

Todo esto no resulta difícil de imaginar, más sí imposible de implementar: nadie que haya probado el poder renunciaría gustoso a las ventajas que este representa; menos aún, a la posibilidad de facilitar el ascenso de sus amigos y conocidos; incluso de aquellos que habiéndose jubilado ya, parecen tener a su disposición una nueva plaza en propiedad (usualmente mejor remunerada que la que habían ocupado antes)  para el momento en el que decidan regresar.

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