Desde marzo era previsible que, llegado junio, habría desocupación y hambre. Sin embargo, no se hizo lo que debía hacerse para ayudarle a las comunidades más vulnerables a ocuparse en la producción de algunos alimentos, lo cual no es fácil porque la agricultura es una ciencia y un arte, aunque también ha descendido por generaciones desde que el ser humano la domesticó hace unos diez mil años. Dotar a muchas comunidades de los recursos necesarios para la producción de algunos alimentos requiere de esfuerzos educativos, de insumos productivos y, en definitiva, de técnica agrícola. El principal elemento para la producción es la naturaleza, que incluye la fertilidad de los suelos, las horas de sol, la disponibilidad de agua y las especies polinizadoras. En esta rica costa de vida pura existen estas cuatro en abundancia, así que incorporarle los demás elementos le agregarían valor a la realidad natural costarricense. Vivimos en un país riquísimo en capital natural y el hambre jamás debería existir en ningún hogar.
La crisis es grave y continúa agravándose
La desocupación, la iliquidez y el hambre aumentarán, así como también la ansiedad por los meses acumulados de incertidumbre. Se vislumbran en el horizonte cercano grandes ganadores y perdedores de esta gran crisis. Por un lado, las franquicias y transnacionales, las empresas de logística y de entretenimiento digital, las plataformas de aprendizaje en línea y las compañías aseguradoras han visto sus negocios crecer y prosperar durante este 2020. Por otro lado, la industria turística prácticamente se secó de la noche a la mañana hasta nuevo aviso; la industria gastronómica afronta múltiples escollos para operar, dejando ociosos valiosos recursos de cocina mientras otras personas no tienen qué comer; las comunidades más vulnerables han perdido lo poco que tenían y han quedado dependiendo del asistencialismo; quienes no tienen el privilegio de quedarse en casa y deben salir cada día a buscar el sustento diario están más expuestos al contagio de la COVID-19; y por si fuera poco, innumerables productores pierden sus cosechas al no lograr colocarlas en el mercado.
Si bien la Organización Mundial de la Salud alerta a prepararse para dos años de pandemia, el impacto económico posiblemente se prolongue por más tiempo. Algunos países ya trabajan con seriedad y dedicación en imaginar la mejor versión que puedan co-diseñar de ellos mismos para el año 2024, mientras que en Costa Rica a veces nos cuesta ver más allá del viernes. Dos transformaciones pueden aportar a crear nuestra mejor versión. Por un lado, procurar impactar lo más posible a los más vulnerables, lo cual nos permitiría salir de la pandemia hacia una Costa Rica más justa, inclusiva, solidaria y sostenible que la actual. Una conjunción de productores agrícolas, restauranteros con capacidad ociosa, mano de obra desocupada y personas pasando hambre, nos permitiría intervenir de inmediato ese ecosistema y rediseñar una nación donde las diferentes comunidades sean prosumidoras –productoras y a la vez consumidoras – de algunos de sus alimentos. ¡Hagamos de cada patio un supermercado! Por otro lado, mejorar la competitividad de los encadenamientos productivos de manera que haya un enlace más directo, cercano y eficiente entre productores agrícolas, cocineros y comensales. Esto se traduciría en una alimentación más nutritiva, saludable y a costos más accesibles. En esencia, un rediseño de la economía de la alimentación podría reducir intermediarios y cumplir con la misión de alimentar a todos los costarricenses.
Estos son los albores de una revolución sin precedentes
La educación pública no fue presencial en 2020. Entre más se prolongue la pandemia, más se apoyará en la virtualidad tecnológica. Pero la verdadera revolución que podría suceder para darle de comer a los hambrientos es la bioalfabetización, permitiéndole a las comunidades en las diferentes regiones del país conocer, entender, producir y consumir bienes agrícolas autóctonos y saludables localmente. Aunado a ello, el terreno es fértil para una educación gastronómica que nos enseñe a preparar alimentos que crecen naturalmente en nuestro riquísimo terruño. Luego, que la educación pública haga énfasis en enseñar lo que importa y lo que impacta para este rediseño económico que gira en torno a la alimentación, la más esencial de las necesidades humanas productivas.
Los pueblos indígenas han habitado estas tierras por miles de años de manera sostenible, saludable, con conciencia ecológica y con capacidad de visualizar el futuro. Pensar en no degradar la naturaleza para garantizarle recursos a nuestros nietos y a los nietos de sus nietos es aplicar el pensamiento sistémico y holístico imaginando seis generaciones delante de la nuestra. Esa inteligencia inherente al ser humano ancestral debemos recuperarla hoy. Lo necesita la humanidad, lo necesita la economía y lo necesita el planeta. Preparémonos para la Navidad. Asegurémonos de que no haya estómagos con hambre ni mesas vacías esta Nochebuena. Faltan poco más de cien días para esa fecha. Pongamos manos a la obra y empecemos a forjar la versión más comestible de esta rica costa.
Este artículo fue escrito en colaboración con Pablo Bonilla Cruz
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