Femicidio, masacre (o crimen de lesa humanidad) y genocidio. Se trata de tres categorías delictivas cuyo común denominador se identifica con el causar la muerte a una persona. No obstante, y al margen de ese carácter común, existen profundas diferencias entre uno y otro fenómeno, y lo que es más importante aún, implican algo más que un simple homicidio.
El genocidio se caracteriza por la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo de personas, ya sea que se trate de un grupo racial, étnico, nacional o religioso. Por su parte, el crimen de lesa humanidad alude al ataque sistemático y generalizado en contra de la población civil (piénsese en el bombardeo indiscriminado de una ciudad en el contexto de un conflicto bélico). Finalmente, el femicidio consiste en la muerte de una mujer a manos de su esposo o conviviente (versión restringida, contemplada en la legislación costarricense), o bien, cuando con independencia de que exista una relación de pareja, el móvil del crimen es determinado por la violencia machista. Es decir, a la mujer se le mata por ser mujer (versión ampliada presente en la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer -Convención Belem do Pará- la cual ha sido aplicada en múltiples ocasiones por los tribunales nacionales).
La evocación de estas categorías, que si bien son jurídicas, requieren también una interpretación sociológica y antropológica, despierta recelo en algunos colectivos que se sienten cercanos al fenómeno. Cuando se habla del genocidio armenio, acontecido entre 1914 y 1923, en el contexto de la fragmentación del Imperio Otomano, el Gobierno turco se ha mostrado reticente a la aplicación del término genocidio a lo que allí ocurrió (lo mismo se puede afirmar en relación con el genocidio de Srebrenica en Bosnia, acontecido en julio de 1995, o bien, del genocidio del pueblo Rohingya a manos de las fuerzas del orden de Myanmar, lamentable hecho que ocurre mientras se escriben estas líneas).
En su lugar, se prefiere hablar de migración forzosa, o bien, de unos cuantos homicidios aislados. Cuando en tiempos actuales, se denuncia que en Colombia existen masacres perpetradas en perjuicio de indígenas, líderes sindicales, periodistas o defensores de los derechos humanos, el gobierno del presidente Duque se apresura en señalar que las masacres “no han regresado” y que, esos atroces asesinatos, son propios de la criminalidad ordinaria.
Recientemente, en nuestro país, tras la conmoción generada alrededor de crueles homicidios de mujeres, hay quienes exhiben su desacuerdo con que lo ocurrido se designe como un femicidio. El argumento de quienes se sienten incómodos con el uso de estas categorías diferenciadas es el mismo: toda vida humana es valiosa, de manera que no es conveniente establecer una distinción en razón del grupo afectado, la forma del ataque, o el género de la víctima.
En apariencia, este argumento es atractivo, pues parece fundarse en un discurso afín a los derechos humanos. Ciertamente, como tesis de principio, no es pertinente distinguir en razón del origen étnico, nacional, religioso, o bien, de la orientación sexual o el género de una persona. Sin embargo, tras una indagación medianamente profunda, se evidencia una trampa argumentativa. Pretender homogenizar fenómenos que no son homogéneos, puede conducir a un ocultamiento de aquellos rasgos distintivos que más bien deberían mostrarse visibles al enfrentarnos al tema.
Categorías valiosas
Los genocidios, los crímenes de lesa humanidad y los femicidios se caracterizan por la asimetría o desigualdad existente entre el perpetrador y la víctima. En el caso del genocidio, usualmente (aunque ello no sea requisito desde el punto de vista legal), sus autores usan las estructuras del poder militar para doblegar a sus víctimas (habitualmente grupos vulnerables). En el femicidio ocurre lo mismo: el agresor echa mano de las estructuras (muchas veces invisibles) que le ofrece la sociedad patriarcal: desde los condicionamientos religiosos (el cura o pastor que, frente a la feligresa constantemente maltratada por su pareja, le aconseja “poner la otra mejilla” y anteponer la sacralidad del matrimonio), hasta las instituciones de control social (la familia que refuerza los estereotipos de género, o el entramado burocrático que pone obstáculos para el acercamiento de las víctimas a los estrados judiciales).
Es por ello que, cuando salta a la vista un discurso que pretende erosionar la importancia de las categorías, empleando además proposiciones seductoras (“ni femicidio, ni genocidio, ni masacre, simples asesinatos”) debemos detenernos a reflexionar sobre la verdadera importancia de estas categorías: existen porque los fenómenos por ellas designadas tienen particularidades que justifican su existencia. En el caso del femicidio, parte de la utilidad de la categoría se asocia al hecho de que, más allá de su peculiaridad normativa (es decir; de su inclusión en una ley como categoría distinta del homicidio), habilita una discusión más amplia: permite apreciar algunas variables sociológicas importantísimas que influyen en las consideraciones criminológicas (la violencia de género dentro de la cual se enmarca, la precariedad laboral a la cual se enfrentan las mujeres que carecen de educación formal, la desigualdad salarial padecida incluso por aquellas que sí cuentan con instrucción formal y en términos generales la vulnerabilidad vinculada al género).
Al abordar fenómenos tan lamentables como los que aquí se han mencionado (¡y hay otros más!), es iluso pensar que la existencia de un tratamiento diferenciado los hará desaparecer. No obstante, no es menos cierto que permitirá el surgimiento de un debate mejor informado, uno que en todo caso ponga el acento en sus caracteres tan específicos: en este caso el desequilibrio de poder entre víctimas y victimarios. Aquí, como en otros ámbitos de la vida, es aplicable la máxima según la cual lo que no se nombra, no existe. Es el poder del lenguaje. Por eso, en honor a todos los grupos perseguidos, exterminados o masacrados, y en honor a la memoria de las mujeres muertas a manos de la violencia machista, debemos seguir hablando de genocidio, masacre y femicidio. Solo así repararemos en sus rasgos propios y evitaremos perderlos de vista en el mar de las generalizaciones.
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