Hace 75 años el mundo cambió para siempre. El 6 de agosto de 1945, una bomba atómica fue detonada en la ciudad japonesa de Hiroshima y luego el 9 de agosto sobre Nagasaki.
Aproximadamente 210.000 personas murieron tras la detonación y otras 200.000 en años posteriores por efectos de la bomba. Varias otras ciudades habían sufrido una gran devastación e incluso más muertos por los bombardeos de las fuerzas aliadas, por lo que las autoridades japonesas no se enteraron de inmediato de la magnitud de los efectos de esta nueva tecnología.
Los sobrevivientes del “Pikadon” (Pika: destello, Don: retumbo) pensaron que lo peor ya había pasado y no se imaginaban que su sufrimiento apenas comenzaba. Inicialmente, cuando las personas aparentemente sanas se llenaban de puntos negros, enfermaban rápidamente y morían, se pensaba que se trataba de una enfermedad contagiosa. Incluso años después, cuando ya la enfermedad llevaba el nombre de “radiación” y habían nacido varios niños con graves malformaciones y muchos habían enfermado de varios tipos de cáncer, se entendía poco al respecto. La noticia acerca de la misteriosa enfermedad de los habitantes de Hiroshima y Nagasaki no tardó en correr, y se generó un estigma en contra de los ahora llamados hibakusha. En el resto de Japón serían discriminados durante varios años e incluso generaciones; sus compatriotas no los contratarían porque podrían enfermarse en el trabajo, ni se casarían con ellos porque podrían engendrar hijos deformes.
En su potente y desgarrador testimonio, Setsuko Thurlow narra la angustia de los sobrevivientes, la agonía de su hermana y de su pequeño sobrino de 4 años, y cómo las autoridades conspiraron para que el mundo no se enterara de las consecuencias humanitarias de estos bombardeos. El drama humano complicaría la doctrina de la disuasión nuclear y generaría cuestionamientos sobre la hegemonía nuclear estadounidense.
El riesgo actual. Hoy en día, aunque no estemos ya en el mundo bipolar de la Guerra Fría, el riesgo de una detonación nuclear es más alto que nunca. El Reloj del Apocalipsis del Boletín de científicos atómicos marca 100 segundos para la media noche, el riesgo más alto de la historia. Esto se debe principalmente a tres factores: la retórica incendiaria de los jefes de los Estados nucleares; el propio cambio climático, capaz de generar y potenciar conflictos locales y regionales; y el riesgo creciente de una detonación accidental.
Sabemos que solo con el arsenal nuclear estadounidense ha habido más de mil accidentes, y en 6 ocasiones hemos estado a punto de una guerra nuclear. De las casi 13.500 ojivas nucleares que existen en el mundo, unas 1.800 se encuentran en estado alerta máxima, apuntando hacia ciudades, listas para ser detonadas en minutos. Dichos sistemas son cada vez más vulnerables a ciberataques, a error tecnológico y humano, al punto de que el Future of Life Institute ha determinado que la guerra nuclear más probable será una accidental. Es decir, si estamos vivos hoy, no es por una buena gestión de estas armas, sino por mera suerte.
Ahora bien, las armas nucleares no son armas prácticas. No están hechas para blancos militares, sino para matar y herir a muchísimos civiles. Es imposible controlar sus efectos y usarlas sería un acto suicida. ¿Para qué existen realmente? Para asustar. Es decir, su verdadero valor se basa, únicamente, en la carga semántica tras las palabras “potencia nuclear” y “disuasión nuclear”. En equiparar la fuerza destructiva con poder y prestigio. Su principal valor es, entonces, el símbolo que representan, un símbolo con el que, hasta hace poco, había estado de acuerdo todo el mundo.
La prohibición. A través de la prohibición es que se han podido abolir todas las otras armas de destrucción masiva: las químicas, las biológicas, las minas terrestres y las municiones en racimo. En todos estos casos, se creó una normativa internacional y un clima de condena moral que acabó con su uso, producción y venta. El 7 de julio de 2017 en la ONU, 122 países, una clara mayoría de la comunidad internacional, votaron en favor de adoptar el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN). Este tratado es el fruto de una nueva forma de hacer política internacional, en la que los Estados no nucleares toman las riendas del desarme nuclear; un proceso esperanzador al que en 2015 Costa Rica se refirió como la democratización del desarme nuclear.
Hoy, con la COVID-19, todo el mundo está consciente de la vulnerabilidad de nuestro sistema global; no obstante, la actual pandemia dista de mucho de ser una amenaza existencial. Los efectos de una guerra nuclear, incluso una a pequeña escala, serían muchísimo peores. El desarme nuclear requiere de la deconstrucción del símbolo de poder en torno a estas armas, y este cambio de paradigma en el que ya estamos encaminados, se materializará a través de un movimiento mundial. En nuestras manos está prevenir esta catástrofe y evitar que el sufrimiento de los hibakusha se convierta en una realidad global. Hoy en día, el poder y el prestigio se asocian cada vez menos al poder destructivo, a las imposiciones y a las amenazas, y cada vez más a la capacidad de concertación, de crear diálogo y de construir puentes. Este es el momento de apostar por la paz. Nuestra existencia depende de ello.
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