El 12 de marzo pasado, cuando los gobiernos centroamericanos aplicaban medidas urgentes para mitigar la llegada de la enfermedad COVID-19 a la región, Daniel Ortega y Rosario Murillo, en el poder desde el año 2007 en Nicaragua, anunciaban que “no establecerían ningún tipo de cuarentena”.
A esta decisión le siguieron otras que, cuando menos, podrían considerarse insensatas: llamados a caminatas multitudinarias, actos culturales masivos, envío de brigadistas de salud casa por casa y prohibición al personal de salud de los hospitales públicos de usar materiales y equipos de protección a fin de no “generar pánico en la población”. A la fecha, con más de 1,688 personas fallecidas y más de 6,000 contagiadas, la pareja se niega a decretar la cuarentena.
El 13 de marzo Murillo convocó, durante su programa diario de radio, a una caminata multitudinaria en ciudades, pueblos y comunidades del país: “Mañana [14 de marzo] vamos a estar caminando con la fuerza de la fe y la esperanza en todo el país, en solidaridad con todos los pueblos, familias y hermanos del mundo entero que están enfrentando esta pandemia. Amor en tiempos del covid-19”. Nicaragua fue la última en cerrar sus fronteras, cuando lo hizo su decisión parecía una acción más bien motivada a responder “con la misma moneda” a los gobiernos de Costa Rica y Honduras, por haber cerrado sus fronteras, que a proteger la población.
Días después, el 19, cuando Costa Rica y El Salvador habían iniciado sus procesos de cuarentena, y el mundo se entregaba con resignación al aislamiento, la vicepresidenta anunció las visitas casa a casa de miles de brigadistas de salud a lo largo y ancho del territorio. El propósito de las visitas era compartir información “importante” con la población a fin de prevenir la trasmisión del Sars-CoV-2. Según el Ministerio de Salud la “campaña de sanidad” cubrió un total de 453 mil hogares, la mayoría de ellos expuestos a un potencial contagio por las visitas impuestas.
Una semana más tarde, el 24, la vicepresidenta llamaba a la población a “no caer en pánico”, a “mantener la calma, prudencia, la paciencia y la confianza en Dios, cuidándonos, queriéndonos, protegiéndonos todos”. Mientras Murillo invocaba prudencia y protección, médicos y enfermeras de hospitales públicos denunciaban la falta de materiales y equipos de protección para atender a los enfermos de COVID-19. Desde la llegada de los primeros casos a los hospitales públicos, por mandato de la vicepresidenta, las autoridades de salud prohibieron al personal de salud el uso de mascarillas y guantes. La desprotección conflictuó a los médicos en tanto el juramento hipocrático les orienta a tener la salud y la vida del enfermo como la primera de sus preocupaciones. Muchos médicos de hospitales públicos intentaron protegerse con bolsas plásticas sobre sus cabezas a modo de mascarilla. La solidaridad de la población se hizo presente al donar material de protección, el que resultó insuficiente. Decenas de médicos y personal de salud se han contagiado y continúan contagiándose. El Observatorio ciudadano COVID-19 registra desde inicios de la pandemia un total de 72 profesionales de la salud fallecidos, destacan 32 personas médicas y 18 enfermeras.
Según el Ministerio de Salud el número de muertos por la pandemia es de 64 personas, y el de contagiados 1,823. Entre las cifras oficiales y las del Observatorio Ciudadano existe una diferencia considerable: el conteo independiente calcula en 1,624 fallecidos y 4,177 contagiados más que el oficial. La diferencia se explica por el hecho de que las cifras oficiales no registran como causa de muerte por covid-19 las afectaciones asociadas a él, tales como neumonías bacterianas, crisis hipertensivas, infarto agudo de miocardio, diabetes mellitus, tromboembolismo pulmonar, entre otras. Otra de las razones del subregistro es que muchas personas contagiadas han decidido atenderse en sus casas, y ni sus contagios ni decesos quedan registrados. Las familias entierran a sus muertos sin que medie ningún tipo de gestión ante las autoridades.
A principios de junio, por medio de un comunicado, las Asociaciones Médicas de Nicaragua llamaron a la población a iniciar de manera autoconvocada una cuarentena de 3 a 4 semanas. A la fecha el virus parece incontrolable. Los hospitales han colapsado ante el número de contagios, la falta de personal, infraestructura y medicinas. Ante esta situación desbordada Nicaragua se convierte en el epicentro de la pandemia en la región.
La gestión de esta pandemia por parte de los Ortega Murillo puede ser leída en clave necropolítica, el concepto que propone Achille Mbembe para analizar realidades actuales, donde la política de manera vedada o abierta, decide quien tiene derecho a vivir y quien no. Mbembe reflexiona sobre la política como un trabajo de muerte, define lo político como una relación guerrera por excelencia. Por ello, Necropolítica plantea la soberanía como el derecho de matar o dejar morir. [i]
Desde Mbembe el manejo de la pandemia no puede considerarse como pasivo o indiferente, sino como un modo razonado, activo y firme de dejar morir a la población que no es interés del gobierno nicaragüense preservar: los jubilados del Instituto Nicaragüense del Seguro Social, los manifestantes de las protestas multitudinarias de Managua en abril de 2018 y los paramilitares que llevaron a cabo la represión armada contra quienes protestaban. Disminuir el número de jubilados sin duda aliviaría la presión sobre una institución en déficit. En 2018 ante la ola de protestas de los jubilados por el proyecto de ley de reducir las pensiones, el gobierno dio marcha atrás. Los jubilados representan un referente en la lucha por la defensa de los derechos y la resistencia pacífica contra el régimen de Daniel Ortega. La propagación de la enfermedad COVID-19 también debilita a los manifestantes de las protestas multitudinarias de Managua de abril de 2018, ya golpeados por la violenta represión de las fuerzas parapoliciales del régimen. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Oficina de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh) responsabilizan al Gobierno de Nicaragua de asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, malos tratos y posibles actos de tortura y detenciones arbitrarias contra los opositores. En sus discursos, Murillo responsabiliza a los opositores, a quienes llama “puchos”, “chingastes”, “comejes” de apostar y planificar acciones que desestabilizan y crean dificultades, igualmente los señala como los financiadores de acciones de “golpe clasista y criminal. Finalmente, el manejo de la pandemia es una forma de deshacerse de sus colaboradores más incómodos: los paramilitares que se convirtieron en su brazo ejecutor de la represión armada durante las protestas de abril de 2018, y que serían testigos potenciales para un posible procesamiento judicial.
A través de la violencia armada o la violencia que constituye dejar a la población a su suerte ante la pandemia, la gestión de la COVID-19 de los Ortega Murillo muestra muy bien que la expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir.
[i]Mbembe, A. (2011). Necropolítica. Melusina. pp. 19-21.
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