Ya se ha hablado bastante de lo difícil y frustrante que puede es seguir siendo “tan productivos” como éramos antes de la pandemia y, sobre todo, que continuemos con los planes, como si nada estuviera pasando. Me parece que, en este momento, se está gestando entre el panorama de crisis, un movimiento que nos invita a repensar nuestra sociedad, nuestra normalidad, los sistemas sociales en que nos hemos ‘sentado’ y sobre todo lo que estamos entendiendo por “educación y escuela”.
Estos días me he encontrado un poco indignada al leer las preocupaciones de algunas familias de la escuela de Agustín y Cami, que no están satisfechas con la propuesta de los profesores para darle continuidad a los contenidos escolares; y según lo que entiendo, prefieren largas jornadas de clases virtuales, videos, más tareas y quehaceres, entre otras propuestas, para que se mantengan “entretenidos”, y sobre todo, para que no se atrasen con la materia que deberían estar “consumiendo” estos días.
La educación virtual es un gran reto, y las preguntas que quiero compartir en este espacio son parte del dilema en el que he estado transitando en estos días: ¿Es necesario, en estos momentos, implementar clases virtuales para dar continuidad a la educación preescolar y de I ciclo de la Educación General Básica? ¿Desde qué lugar asumimos la educación los y las maestras, las instituciones y las familias? ¿Para qué mundo educamos y cuáles necesidades estamos respondiendo con la escuela? ¿Cuáles son los alcances de las sesiones virtuales, tan poco significativas para los intereses y experiencias de las chicas y chicos más pequeñitos?
Es imposible reducir y esperar que en la pantalla encontremos siquiera una migaja, de la experiencia tan llena de matices, a los que responde la educación en la primera infancia.
Sí, se hace necesario que los y las docentes estén “cerquita” interesadas y atentas a las dinámicas de la cuarentena, no para que los padres y madres vean que están trabajando —porque también se siente una mezquindad rancia en el aire en cuánto a los salarios de estos maestros y maestras— sino más bien, formando equipo con las familias para proponer estrategias, lejos de las presiones y los deberes escolares, preguntando a las niñas y niños cómo se sienten, escuchando, dando apoyo y contención emocional —el trabajo cotidiano más importante de los y las maestras— en medio de la incertidumbre y la preocupación que estamos respirando.
La escuela no es la materia, no son las sumas, las restas, los dictados, y las fechas. La escuela son los vínculos, las historias, las personas, la tierra y la vida.
Lo que hace de las escuelas espacios de aprendizaje, es la convergencia de ideas, la diversidad, la oportunidad, la confianza en las y los estudiantes y sobre todo la escucha a las personas que ahí se desarrollan.
La educación no es una competencia. La cuarentena no significa un atraso, porque la educación es una inversión a largo plazo. No estamos perdiendo nada por parar un momento a cambio de priorizar el cuidado mutuo. Aceptemos y aprendamos de nuestra vulnerabilidad como especie. Disfrutemos de la experiencia de la virtualidad, aprendamos la utilidad de estas herramientas, pero no pretendamos que la experiencia del aprendizaje se convierta en una obligación a toda costa, pasando por encima a los valores de la empatía, solidaridad y comunidad, que son los que nos hacen humanos.
Fomentemos espacios de escucha a las niñas y niños, conversemos sobre que les gustaría aprender, como solucionarían estos dilemas, cómo se sienten y qué necesitan. Entre todos construyamos una escuela que rompa con los mandatos patriarcales que nos exigen seguir a toda costa, que tome en cuenta a todos y a todas, que se centre en el respeto a la vida, para que nos sea más fácil superar las crisis venideras, pero sobre todo, caminemos juntas todas las personas.
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