Algunos eventos en Costa Rica en el último año y medio como la aprobación del plan fiscal, el episodio de la Unidad Presidencial de Análisis de Datos (UPAD), el inminente ingreso del país a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y el manejo de la pandemia por el COVID-19, han puesto en evidencia las contrariedades de un país cuyo mayor orgullo reside en las reformas políticas y sociales de hace más de 70 años, pero con dificultades enormes para alcanzar acuerdos presentes o impulsar reformas y políticas de largo plazo.
La reciente aprobación de la compleja agenda legislativa para ingresar a la OCDE y de las medidas económicas de protección frente a las medidas de distanciamiento social por el brote viral, reivindican de alguna manera el potencial de Costa Rica para impulsar acuerdos multipartidistas y mejorar sus estándares de bienestar económico y humano. Sin embargo, sin los liderazgos políticos adecuados – tanto en el oficialismo como en la oposición – valiosos pasos como esos continúan estando aislados de una agenda nacional de desarrollo visible y articulada.
Por liderazgo político no debe entenderse únicamente a quienes ocupan puestos políticos de decisión, o aspiran a tenerlo, sino también a sus partidos. Aún considerando ideologías distintas, tres políticas partidarias que ayudarían a elevar la calidad del debate público y a recuperar la confianza ciudadana en sus representantes serían: primero, pensar seria y rigurosamente cómo sus agendas políticas serán financiadas, y ser transparentes con los ciudadanos al respecto; segundo, ser implacables contra la corrupción, pero también consecuentes y responsables en el uso de los mecanismos para combatirla; y tercero, promover agendas y políticas públicas inclusivas que eleven la dignidad todos los ciudadanos, en igualdad de condiciones y sin discriminaciones.
Sobre la primera de esas políticas, el financiamiento riguroso de los programas políticos, el tema fiscal continúa estando al margen de las campañas electorales en Costa Rica. Esto contrasta con la centralidad que el tema tiene en otros países donde los candidatos deben explicar con qué recursos – existentes o nuevos – financiarán sus propuestas, o corren el riesgo de no ser tomados en serio por los votantes. El mensaje trillado de que “no hay que aumentar los impuestos sino mejorar la recaudación” finalmente puso al país al borde de una crisis financiera el año pasado. Sugerir el cierre de instituciones o programas ineficientes también ha sido anatema en una campaña electoral.
Como consecuencia, estamos acostumbrados a votar por propuestas de gobierno que no sabemos con claridad cómo van a ser financiadas o si del todo son viables. Si los partidos políticos son incapaces durante la campaña electoral de cuantificar el costo de sus programas de gobierno, las promesas incumplidas se acumularán, aumentando la desconfianza ciudadana. Este abordaje más claro y directo sobre las finanzas públicas entre representantes políticos y votantes facilitaría también la negociación política tanto en tiempos de bonanza como de crisis. Además de convertirse en un signo elocuente de sofisticación del sistema político, contar con programas de gobierno financieramente viables también escudaría al país de propuestas ocurrentes e irresponsables.
Con respecto a la segunda política, la de ser responsables en la lucha contra la corrupción, es claro que desde hace varios años algunos partidos perdieron el rumbo y con ello la oportunidad de dignificar la política nacional. Por el contrario, las acusaciones mutuas y generalizadas por corrupción no solo han agregado combustible a la percepción ciudadana, ya de por sí exacerbada, de que todos los problemas del país se deben a esta, sino también a la pérdida de legitimidad en las instituciones democráticas. No hay una receta para cambiar esta actitud por parte de los partidos. Sin embargo, poner en perspectiva lo que significa una denuncia ante la Fiscalía General de la República y comprender que los problemas de los ciudadanos no se resuelven exclusivamente con denuncias, sino con políticas públicas exitosas, parecen ser buenos consejos.
El reciente episodio de la UPAD nuevamente desató una serie de denuncias ante numerosos órganos de control, pero también evidenció una respuesta proporcional por parte de algunos diputados de oposición. Romper el círculo acusatorio es complejo, pero importa tener presente que el ciudadano también recompensa la actitud política responsable en la lucha contra la corrupción; particularmente, si viene acompañada de propuestas reales para mejorar la eficiencia y transparencia en la interacción de los ciudadanos con el Estado.
Finalmente, sobre la tercera política, la implementación de agendas y políticas públicas inclusivas, esta será necesaria para reducir la polarización y unir al país. Para aquellos partidos cuyo objetivo principal es alienar a minorías de su participación igualitaria en la sociedad, la implementación de esta política no será posible. Será, entonces, responsabilidad de los demás partidos políticos y de los ciudadanos en general seguir condenando el uso de la discriminación con fines electorales. Igual de importante será el papel activo de los partidos en promover una convivencia democrática fundada en la igualdad y una manera distinta de hacer política: una en la que todos los ciudadanos valgan y cuenten por igual para producir riqueza, generar ideas, y participar en sociedad.
El impacto económico y social de la pandemia actual será enorme para Costa Rica. Los llamados a la unidad nacional en estos momentos son apropiados y necesarios. El liderazgo político se mide en las crisis más complejas; en Costa Rica, se requiere también en circunstancias más ordinarias. Se avecinan años muy difíciles para el país que coincidirán con una elección nacional en el 2022. Sería apropiado para los partidos políticos empezar a debatir y diseñar visiones articuladas alrededor de proyectos de gobierno financieramente viables, de un ejercicio responsable en la lucha contra la corrupción, y de políticas públicas inclusivas y solidarias.
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