Todos sabemos que existe una relación muy clara entre el poder, el Estado y la política pública. Marx lo sintetizó en 1848: “el gobierno del Estado no es más que la junta que administra los negocios comunes de la clase burguesa”. Es obvio que la situación planteada ha variado en dos siglos y que la situación denunciada por el célebre filósofo se ha vuelto mucho más compleja el día de hoy. Sin embargo, no es ningún secreto que los intereses de clase juegan un rol central en la definición de la política pública contemporánea. Independientemente que le llamemos “lobby”, “grupos de presión” o “intereses particulares”, es cierto que producto de sus cuotas de poder en esferas políticas, económicas y mediáticas, ciertos intereses se imponen sobre otros en la política pública.

La actual crisis producto del COVID-19 y las estrategias formuladas desde la Casa Presidencial para afrontar esta pandemia dan cuenta también de esos intereses. Por el momento podemos resumir la política pública para enfrentar los efectos del nuevo coronavirus en tres grandes categorías: las medidas orientadas a flexibilizar las relaciones laborales, las políticas orientadas a flexibilizar las obligaciones crediticias, contractuales y fiscales y las orientadas a fortalecer la salubridad pública (la compra de equipo médico, la campaña de lavado de manos, evitar las aglomeraciones, etc.). Los objetivos generales que emanan de esas estrategias básicamente buscan dos cosas: reducir el impacto económico y humano de la pandemia. Creo que muy pocas personas se pueden oponer a este tipo de medidas ante algo tan extraordinario y complejo como lo es una nueva enfermedad que ha matado a casi 19.000 personas al 24 de marzo.

Sin embargo, es notorio que esas medidas tomadas por el gobierno de Carlos Alvarado y por la Asamblea Legislativa, tienen vacíos enormes que simplemente excluyen a un importante sector de la población. No hay que ser clarividente para saber que el sector empresarial es el principal beneficiario de estas medidas: mayores plazos para pago de impuestos, menor costo de electricidad, permisos para flexibilizar salarios, etc. Beneficios que no se extienden a los sectores menos privilegiados de la sociedad. Por el otro lado de la moneda, están las medidas que impactan en el sector trabajador, especialmente profesional, que lo que buscan es fomentar el teletrabajo. ¿Cuál es el problema de estas medidas? Pues sus silencios y vacíos.

El INEC en sus últimas mediciones ha calculado que las personas que trabajan en la economía informal representan cerca de 1 millón de personas. Algunas de esas personas viven en condiciones de bonanza económica, pero la gran mayoría lo hace con apremios. Muchas de esas personas son asalariadas aunque otro importante número son personas que dependen de su trabajo independiente: peones, jornaleros, vendedores, transporte privado de personas, fletes de alimentos etc. Son precisamente estas últimas personas las más expuestas a contraer el COVID-19 y las más propensas a contagiarlo a los demás. A pesar de eso, no hay ninguna política pública destinada a impactar a este sector. El gobierno, las redes sociales y la prensa llaman a guardar la cuarentena en casa, ¿pero cómo personas que dependen de ingresos diarios y que cuentan con gastos fijos (el más importante el alquiler de la vivienda) van a darse el “lujo” de no trabajar y quedarse en ella?

Es urgente que el gobierno vuelva sus ojos hacia las personas más desfavorecidas y que contemple medidas orientadas a paliar el impacto del COVID-19 en las familias más humildes. Se necesita extender la reducción de la electricidad también al sector residencial, se necesita un subsidio al costo de los productos de la canasta básica y al costo de los alquileres de los más humildes. También es fundamental el control de precios en bienes como el alcohol en gel, las mascarillas y los guantes. Es momento que la atención del gobierno baje por el espectro social y llegue a los barrios populares.

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