En un país como el nuestro, la conservación de un árbol o un charral no debería ser asumida como una bagatela. Es más, pese a que los bosques existen a despecho de nosotros, su existencia es más valiosa que la de cualquier monumento: en Costa Rica tenemos árboles y charrales significativamente más antiguos (y, sin duda, más valiosos) que cualquiera de nuestras instituciones y ciudades.
No hablo, necesariamente, del cedro dulce o el mangle de los Parques Nacionales, sino del güitite o el poró que aparece, de repente, en los potreros desatendidos. No hablo del encino ni el ron ron, sino del súbito chicasquil o la higuerilla con la que los carajillos díscolos se agredían con esmero.
Al inicio de The Tree, John Fowles evoca los primeros árboles que recuerda. Se trata de unos manzanos que plantaba su padre en el jardín. Manzanos que, en palabras de Fowles, fueron cruciales en su vida, pese a que no pasaban de ser ásperas representaciones de un viejo que lo mismo jugaba al golf como padecía una úlcera duodenal debido a sus ocupaciones financieras en La City.
Estoy escampando en el Fresh Market que está cerca del TEC, en Cartago, y pienso ese tipo de cosas. Estoy a menos de 300 metros de mi casa pero octubre se estrella en el mundo y no puedo desplazarme; al menos no puedo desplazarme sin caer rendido ante la tiranía de los zapatos mojados y el estornudo.
Hace unas semanas, la Municipalidad de Cartago, muy en sintonía con los ciclos electorales, emprendió una serie de obras civiles. Mientras una retroexcavadora amenazaba los matapalos antiquísimos que se erguían, justamente, frente al sitio donde escampo, le pregunté a uno de los trabajadores si estaba contemplado botarlos.
"Sí, estamos esperando el permiso de SETENA", me dijo.
Y el permiso llegó.
Y ahora, en vez de los matapalos donde anidaban yigüirros y viuditas, hay una insulsa división de vías a la que llaman bulevar, asépticamente decorada con zacate estrella y postes de luz.
Mi barrio fue una zona de manantiales y humedales, un área fabulosa que congregaba pájaros, barbudos, cangrejos y toda clase de bichos. Iba desde Cantarrana, hacia el sur, hasta la margen izquierda del río Aguacaliente. Así fue, por lo menos, hasta los años en los que se profundizó el proyecto del la Segunda República.
Aún en mi adolescencia, a mediados de los 90, quedaban algunos vestigios de ese ecosistema. Recuerdo ingresar, subrepticiamente, con mi mejor amigo, a una propiedad en la que había una laguna poblada de juncos. Nos cubríamos con una capa camuflada y esperábamos hasta, más o menos, a las 5 p. m. Esa era la hora en que llegaban las garzas: un formidable ceviche de alas blancas y graznidos.
Hoy no hay humedales. No hay lagunas con juncos. No hay matapalos. No hay manantiales. De hecho, ni siquiera hay una República de Segunda. Sin embargo, a veces, en el cielo aparece una que otra errática garza rubricando la tarde. Cuando me toca verla, recuerdo ese cuento de Sam Shepard sobre un pato que, por un fatídico capricho de la óptica, confunde el parqueo de un supermercado con un lago y aterriza insanamente sobre el asfalto.
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