Recientemente en Costa Rica se dieron varios hechos de interés político relacionados con la práctica parlamentaria de la votación secreta. Los hechos fueron detalladamente presentados en la nota de este medio intitulada Restauración y sus tránsfugas insisten en votación secreta para destituir magistrados
Resulta que el día 21 de julio del año en curso, en la Asamblea Legislativa de Costa Rica, fracasó el intento de modificar el Reglamento Legislativo sobre la votación para elección y reelección de magistrados de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica. Actualmente, estas votaciones son secretas. No obstante, diversos casos problemáticos que han salido a la luz pública en tiempos recientes, relacionados con la Corte Suprema de Justicia y sus Salas, propiciaron que se intentara sustituir esta regla por una de votación pública. En fin: este esfuerzo por cambiar el reglamento legislativo naufragó gracias a la votación en contra de las bancadas completas del tradicional Partido Unidad Social Cristiana y la conjunción de los partidos neo-pentecostales Restauración Nacional y la facción fabricista ex RN auto-denominada Nueva República.
En este ensayo presentaré una idea puntual: me gustaría dirigir la atención hacia las concepciones políticas que están tras la forma en cómo valoramos la existencia de la regla de la votación secreta en el parlamento y la deseabilidad o no de modificarla.
Pareciera que, a primera vista, la votación secreta en el Parlamento involucra varias valoraciones incompatibles. Por un lado, se puede tener la impresión que la votación secreta evita que los diputados se vean sometidos a la intimidación de irascibles masas y grupos de interés (de mayor o menor tamaño) a la hora de tomar decisiones sobre temas álgidos. Las muchedumbres, después de todo, siempre son peligrosas para la serena consideración de los asuntos públicos. También se puede hacer notar que la vida privada ocupa todo el espacio vital del agobiado individuo. Ya se votó por los representantes y se les delegó la potestad de hacer leyes: ¿qué más se puede pedir a los atareados ciudadanos? ¿Qué se ocupen también de revisar las votaciones de los diputados? Es mejor dejar la votación secreta y desembarazar a las personas de estos asuntos.
Estos puntos resultan bastante plausibles. No obstante, al tiempo que tenemos esta impresión, sospechamos que, al amparo de la votación secreta, se dan arreglos entre fuerzas que serían injustificables si se presentarán a la luz pública y esto nos interesa. Sentimos que los asuntos que se dan en el Parlamento son de nuestra incumbencia y que nuestra posición y opinión debería contar, debería ser seriamente considerada por los diputados: ¡al fin y al cabo son nuestros representantes! —decimos—. Los intereses facciosos y egoístas no pueden ser todo lo que guíe la decisión parlamentaria y nosotros, los ciudadanos de la República, hemos de evaluar las votaciones de los diputados y las razones de sus decisiones a la luz de nuestras ideas sobre cómo deben dirigirse las cosas públicas. Así, necesariamente las votaciones parlamentarias sobre cuestiones claves deberían ser públicas y ampliamente informadas y discutidas por la ciudadanía.
Creo que se pueden entender estas difusas y contrapuestas impresiones como consecuencia de dos concepciones políticas distintas sobre lo que es la relación entre ciudadanos y representantes políticos en democracia e, incluso, sobre lo que ha de ser tal sistema político de gobierno. Estas concepciones políticas disonantes estarían en la base de las posiciones recién descritas sobre la votación secreta de los diputados.
Una primera concepción o teoría considera que la democracia es un procedimiento mediante el cual la apurada y ocupada persona se libra de la pesada responsabilidad de tomar decisiones políticas. Ciertamente esta delegación es periódica y de esta forma se puede controlar el trabajo que hicieron aquellos a quienes se encargó la cosa pública. Visto así, en la democracia representativa, la relación entre diputados y ciudadanos es más o menos una copia de una relación laboral privada, pero aplicada a lo público.
Esta idea se podría justificar de la siguiente forma: la vida de las personas es ante todo lo que sucede en su espacio privado y en sus relaciones de negocios con otras personas. El espacio público es más bien un estorbo o, al menos, un inconveniente para desarrollar la parte principal de nuestra existencia. Es por ello que la persona ciudadana delega las decisiones públicas a otros, especialmente seleccionados y preparados para tal trabajo. En democracia, la responsabilidad política del ciudadano se satisface íntegramente con una cuidadosa votación periódica de sus representantes.
Ahora bien, así como no se recomienda que el jefe de una empresa ejerza “micromanaging” sobre sus trabajadores, no es recomendable (¿ni, acaso, realista?) que los ciudadanos estén constantemente encima de los representantes públicos. En primer lugar, porque no les permitirán trabajar bien, lo que en el caso del Parlamento quiere decir que los influirán y distraerán de consideraciones serenas. En segundo lugar, porque entonces el mecanismo sería inútil: su finalidad es liberar todo lo posible a la persona de la cuestión pública. Cuanto mucho, cada cierto tiempo se ocupará de revisar, corregir y acaso despedir a sus representantes. No obstante, si se tiene que participar frecuentemente en la política, se perdería la principal función del mecanismo democrático.
Visto así, no sólo es políticamente aceptable la votación secreta de los diputados sobre cuestiones importantes –como en la elección y reelección de magistrados de la Corte Suprema— sino que incluso es lo más deseable.
En segundo lugar está la concepción política de la democracia como el espacio político en que se desenvuelve el ciudadano y la comunidad política. Este es el ideal republicano de la democracia y del ciudadano. La democracia está conformada por los mecanismos institucionales mediante los cuales todos los integrantes de la comunidad política participamos en pie de igualdad jurídico-política en la toma de decisiones sobre cuestiones públicas. Es cierto que el mecanismo incluye el sistema de representantes (i.e. parlamento), pero para que este sea compatible con la finalidad de todo el aparato, se requiere un diseño que permita y atienda la influencia de los integrantes de la comunidad política: las personas ciudadanas.
Desde esta concepción, las cuestiones públicas de la vida en sociedad forman parte de lo que es el ser humano. El ciudadano es la persona en su faceta pública, como individuo que influye (argumenta, supervisa, debate, propone) en las cuestiones comunes (guiado por tales o cuales teorías político-ideológicas). Los ciudadanos sabemos que requerimos tomar decisiones colectivas para llevar una vida buena tanto material como espiritualmente. Empero, a un tiempo, percibimos que entre nosotros existen profundos y honestos desacuerdos sobre cómo llevar adelante tales decisiones. La democracia es un diseño institucional que, respetándonos como agentes políticos iguales pero con profundos desacuerdos, nos permite intervenir pacíficamente en la toma de decisiones públicas.
Bajo esta segunda concepción, la votación parlamentaria pública de cuestiones políticas claves es una parte necesaria de la democracia. Pero hay más. Que la votación de los diputados sea pública es imprescindible, pero insuficiente. Si lo que se pretende es que la participación y el control del ciudadano estén bien sustentados, las votaciones de sus representantes deben estar fundadas en razones públicas (i.e. políticas) y estas deben ser ampliamente comunicadas a la ciudadanía. Asimismo, al dar razones públicas de sus decisiones los diputados amplían el ámbito de sus acciones que puede ser sometido a escrutinio político ciudadano, quienes podrán criticar y supervisar no sólo las decisiones de sus representantes, sino también las razones que ofrecen para justificarlas. Por otro lado, si la idea de la influencia del ciudadano en la política no ha de quedar en una mera pantomima, esta no puede reducirse a la votación periódica de los representantes: deben brindarse canales institucionales para que los intereses, críticas y argumentos de los ciudadanos sean seriamente escuchados y discutidos.
En este breve ensayo he intentado analizar nuestras intuiciones políticas sobre la deseabilidad o no de la publicidad en las votaciones de los diputados de la Asamblea Legislativa. Este tema surgió recientemente a partir de los procesos parlamentarios para elegir y reelegir magistrados de la Corte Suprema de Justicia. He sugerido que algunas de nuestras valoraciones sobre este asunto están conectadas con dos concepciones contrapuestas sobre lo que debe ser la relación entre las personas ciudadanas y sus representantes políticos en democracia.
Propongo, finalmente, que posicionarse en alguna de estas dos concepciones (o en alguna de sus variantes) es el primer paso para abordar coherente y racionalmente esta discusión política.
Mi opción personal es clara: aunque reconozco que la vida de las personas en la sociedad contemporánea no puede quedar absorbida en la vida pública (como sí sucedía en la Grecia y Roma de la Antigüedad), me parece que el desinterés ciudadano —y el modelo institucional que lo apoya— propicia el elitismo faccioso y la desconexión de los representantes con su función pública. Al tiempo, creo que son las personas ciudadanas quienes tienen un conocimiento privilegiado de cuáles son sus intereses. Debido a esto, los ciudadanos deberían tener amplios canales institucionales para evaluar, debatir e influir en las cuestiones públicas de la comunidad política (incluyendo las decisiones importantes de sus representantes en el Parlamento).
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