El Estado costarricense se encuentra en etapas tempranas -o avanzadas, en algunos casos- de obsolescencia. La ineficiencia en la inversión, la inoperancia funcional que la inercia organizacional ha premiado, y la aberrante corrupción en todas sus escalas y dimensiones son elementos que se aplican en mayor o menor medida a (casi) todas las instituciones públicas.
Sumado a ello, la reticencia a la adaptación a nuevas formas de gestión pública, que permitan una evaluación constante y objetiva forman una bola de nieve que ha venido consumiendo grandes cantidades de recursos en equipos y sistemas innecesarios, destinados únicamente a formar parte de una hoja de cálculo en un presupuesto institucional.
Si bien se han realizado importantes avances, la gestión pública es multidimensional, y por ello un hito en un área no supone una mejora en otras que son igualmente relevantes. Un ejemplo, casi toda la administración pública utiliza la firma digital para sustituir el papeleo interno, lo que sin duda supone un ahorro en papel y archivo del mismo. No obstante, estos costos no se equiparan a los que podrían ahorrarse en un rediseño de procesos institucionales que, en algunos casos, implicaría la dispensa de aquellos funcionarios cuyas funciones sean redundantes o, a todas luces, ineficiente.
Siguiendo el ejemplo, para ello se necesitaría un sistema de evaluación que se apegue a resultados específicos que tengan en cuenta la eficiencia y efectividad. Este argumento puede resultar problemático dado que se acerca osadamente a lo que las corrientes liberales y libertarias defienden en sus planteamientos de eficiencia y tamaño del Estado. No obstante, el Estado no funciona en los términos operativos en que lo hace, por ejemplo, la empresa privada. No tiene por qué hacerlo. Sin embargo, el hecho de que la noción del Estado -particularmente, la costarricense- se inscriba en elevados gastos y pocos resultados no debe empujar a la opinión pública, ni a los propios funcionarios, a darla como inequívoca.
Allí es donde sí se puede aprender del sector productivo, siempre celoso de sus recursos, su productividad y sus márgenes; el Estado debe trabajar en pos de la optimización de las inversiones (para dejar desde ya de llamarle gastos) y en la agilización de los trámites. Muchos de los debates sobre la llamada “Reforma del Estado” tocan estos puntos desde un plano general, propositivo -casi discursivo-, sin embargo, pocos elementos de los análisis que se han realizado indagan dónde y cómo se deberán ejecutar los cambios.
Muchas posiciones politizadas fundamentan sus críticas al Estado en relación a su tamaño, lo cual podría parecer verídico pero, como todo en este mundo, lo es a medias. El aparato estatal costarricense tiene varias instituciones arcaicas y otras inoperantes; es decir, sí, hay muchas instituciones. No obstante, el alcance de estas, por el cual medir realmente el tamaño del Estado, es, muchas veces, limitado.
En concreto, podrían listarse algunas soluciones que permitan definir un norte claro, como un ente que centralice las compras, mediante sistemas realmente unificados de compras públicas, manejar de forma sectorizada la planificación e inversión tecnológica de las diversas entidades públicas, e incluso ofrecerle al habitante plataformas que se basen en datos (inteligencia artificial al servicio del Estado) para verdaderamente transformar al país digitalmente.
Estos elementos necesitan de una voluntad y decisiones firmes, cuyos costos se justificarían y se llegarían a cubrir en el corto plazo, entendiendo que la verdadera ganancia del Estado es la satisfacción de las demandas ciudadanas frente a los servicios que brinda. La digitalización de esta infraestructura de información y procesos (la verdadera mezcla de tecnología e innovación) generaría el valor -agregado y público- suficiente para combatir la corrupción y disminuir los problemas fiscales.
El curso de la historia electoral de los últimos meses hace pensar, no obstante, que la innovación y la transformación de la gestión pública no son prioritarios, ni siquiera transversales en los motivos presidenciales de los dos candidatos restantes. La digitalización, y la gobernanza digital del país, siguen siendo temas ocultos para la ciudadanía.
En la Costa Rica del Bicentenario no habrán más ni mejores servicios digitales, electrónicos, virtuales o como se le quieran llamar. Al parecer, el país que cumplirá 200 años como República independiente seguirá despilfarrando recursos; en él persistirán las prácticas de opacidad y de verticalidad en las instituciones, mantendrá niveles bajos de inversión en los sectores más dinámicos y, como verdadero balance, la Costa Rica de 2021 se verá superada por otros Estados que antes veía sobre el hombro, con desdén, los cuales sí tomaron las decisiones acertadas en el momento correcto.
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