Costa Rica se prepara para una nueva jornada electoral en febrero de 2026, pero la atmósfera no es de expectativa sino de desconcierto. La política ha dejado de ser el espacio de certezas y se ha transformado en un territorio de fragmentación, polarización y, sobre todo, de ausencia de liderazgos claros. Los partidos multiplican candidaturas como quien lanza naipes al aire, sin que ninguna logre cuajar en la percepción ciudadana. El ruido es mucho, la sintonía con los problemas reales, escasa.

Los números hablan por sí solos: casi la mitad del electorado aún no decide su voto y un 87% asegura no identificarse con ningún partido político. Es decir, la mayoría de la gente observa la oferta electoral desde la distancia, sin entusiasmo y con la desconfianza que generan décadas de promesas incumplidas. El sistema político, que alguna vez ofreció estabilidad y certezas, ahora se percibe como un mosaico roto. La fragmentación no es solo la proliferación de partidos; es la incapacidad de cualquiera de ellos de representar algo más que a un pequeño segmento. La consecuencia es un escenario volátil, donde el personalismo sustituye a las estructuras y donde la figura del candidato pesa más que cualquier plataforma programática.

El problema no se limita a Costa Rica. En buena parte del mundo la política se ha deslizado hacia los liderazgos carismáticos, hacia outsiders que desafían al sistema desde la orilla, a veces con propuestas que rozan los límites democráticos. Pero en el caso costarricense la falta de identificación con partidos e ideologías se combina con la sensación de que nadie escucha ni traduce las verdaderas necesidades de la ciudadanía. ¿De qué sirve hablar de grandes proyectos si la gente convive cada día con la inseguridad, con un sistema de salud y educación en crisis, con carreteras a medio hacer y con un déficit fiscal que amenaza cualquier solución? La desconexión entre las campañas y los problemas cotidianos es abismal.

La inseguridad, por ejemplo, ya no es un tema más en la agenda pública: es la principal preocupación de las familias. El crimen organizado ha echado raíces, y Costa Rica dejó de ser una excepción en la región. Los índices de homicidios alcanzan niveles inéditos, y la violencia cotidiana erosiona la confianza en la capacidad del Estado. A ello se suman servicios básicos deteriorados: hospitales sin recursos, escuelas que no logran sostener su cobertura, obras de infraestructura inconclusas que ralentizan la economía y aumentan la frustración. El déficit fiscal, que ronda el 4% del PIB, agrava aún más el panorama, limitando la posibilidad de invertir en aquello que la ciudadanía más demanda. Todo esto configura un tablero complejo para quien asuma el próximo gobierno.

Frente a este escenario, resulta evidente que no basta con multiplicar candidaturas ni con repetir discursos prefabricados. El desafío está en construir una narrativa que conecte de verdad, que transforme el desencanto en esperanza y el malestar en acción colectiva. Y eso requiere estrategia, no improvisación. Requiere comprender que las campañas no son concursos de ocurrencias ni guerras de propaganda vacía, sino ejercicios de escucha y de sintonía con un país que reclama soluciones concretas y viables. La política necesita menos marketing superficial y más capacidad de leer lo que pasa en las calles, en los barrios, en los trabajos precarizados y en las familias que se sienten abandonadas.

El panorama electoral confirma esta carencia de conexión. A la fecha ya hay veinte candidaturas anunciadas. Una avalancha que no necesariamente implica diversidad de propuestas, sino más bien una saturación que puede aumentar el abstencionismo. En semejante ruido, ¿quién logrará hacerse escuchar? La respuesta no está en gritar más fuerte ni en polarizar más al país, sino en demostrar que se tiene un plan serio, que se sabe gobernar y que se puede tender puentes en medio de la desconfianza. No se trata de seducir con promesas fáciles, sino de convencer con compromisos claros y con una gestión que recupere la legitimidad perdida.

Los nombres que hoy encabezan las papeletas pertenecen tanto a partidos tradicionales como a agrupaciones emergentes. Álvaro Ramos en Liberación Nacional, Juan Carlos Hidalgo en la Unidad, Fabricio Alvarado en Nueva República, Eli Feinzaig en el Liberal Progresista, Claudia Dobles en la Colación Agenda Ciudadana, Ariel Robles en el Frente Amplio, Laura Fernández en Pueblo Soberano o Ana Virginia Calzada en el Centro Democrático y Social son algunos de los rostros que protagonizarán la campaña. Pero más allá de los nombres, el dilema central sigue siendo el mismo: ¿quién logrará reconectar con una ciudadanía desencantada, cansada de la polarización y demandante de soluciones tangibles?

Los liderazgos que realmente puedan marcar la diferencia serán aquellos capaces de combinar carisma con solvencia técnica, discurso con gestión, narrativa con estrategia. No bastará con polarizar o con alimentar la bronca contra el sistema; tampoco servirá refugiarse en la nostalgia de un bipartidismo que ya no volverá. El reto está en articular un proyecto de país que sea inclusivo, que reconozca la diversidad social y que se traduzca en políticas públicas efectivas. Y para ello se necesita una campaña inteligente, que use los datos para segmentar, que entienda las emociones, que inspire confianza y que demuestre, en los hechos, que es posible gobernar con eficiencia y con equidad.

Costa Rica se juega mucho en 2026. No solo la elección de un nuevo presidente, sino la posibilidad de recuperar la fe en la política como herramienta para resolver los problemas comunes. La democracia costarricense, tantas veces puesta como ejemplo en la región, necesita volver a ser un espacio de encuentro y no de desencanto. Y eso exige liderazgos que vayan más allá de la improvisación y de la lucha de egos, liderazgos que entiendan que la estrategia no es un lujo de campaña, sino la única forma de reconectar con la ciudadanía y sus problemas verdaderos.

Porque al final, la pregunta no es quién grita más fuerte, sino quién escucha mejor. Y en ese escuchar, en ese traducir las necesidades en propuestas realistas, en ese reconectar con la gente, está la clave de si Costa Rica logra salir del ciclo de fragmentación y desafección o si, por el contrario, se hunde aún más en la desconfianza.

Lo he visto repetirse en diferentes países de la región: cuando la política olvida la empatía y la estrategia, la ciudadanía responde con indiferencia o con rabia. Y también he visto cómo, con liderazgos capaces de combinar narrativa y gestión, el desencanto puede transformarse en participación y esperanza. Costa Rica no es la excepción, pero sí puede ser un ejemplo: si logra que en 2026 emerja un liderazgo innovador, cercano y estratégico, estará demostrando que todavía es posible reconciliar la política con la gente.

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