Según distintas fuentes de información, la corrupción se puede describir llanamente o a un nivel de detalle más profundo, como por ejemplo el Banco Mundial define la corrupción como “el mal uso del cargo público para beneficio privado”, mientras que en Costa Rica corresponde a “el uso indebido del poder (haciendo un énfasis en la ejecución de funciones y atribuciones) y de los recursos públicos para el beneficio personal, el beneficio político particular o el de terceros (incluyendo los intereses privados por encima del interés público) en contravención de las disposiciones legales y la normativa existente en un momento histórico dado.” (Art. 1 inciso 8 del reglamento a la Ley Contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito de la Función Pública (LCCEIFP)). De igual forma las leyes costarricenses establecen la línea general para que en el sector privado los empleadores con más de cincuenta empleados establezcan los canales internos de empresa para recibir y dar seguimiento a dichas denuncias.

Sobre el derecho y deber de denunciar presuntos actos de corrupción, existe una pequeña diferencia, donde el derecho a esto, lo tenemos todas las personas habitantes en el territorio costarricense, pero aquellas que son funcionarias públicas —y quisiera poner el foco de atención aquí— tienen la obligación legal de denunciar, si llegan a conocer cualquier asunto relacionado a la comisión de un presunto acto de corrupción que se realice en el ejercicio de sus funciones. Esto no me lo invento yo, sino que lo aclara el Código Procesal Penal de Costa Rica y la Ley Contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito de la Función Pública.

Una persona física o jurídica puede entonces generar una denuncia de actos de corrupción, sea por una falta administrativa o delito, presentándola ante una instancia del sector público o privado, incluida la denuncia pública, con el objetivo de que se inicie una investigación.

Ahora, solo la palabra denuncia, conlleva naturalmente algún tipo de preocupación por parte del denunciante, ya sea por la generación de un posible caso de persecución y acoso laboral, hasta el detrimento de las condiciones laborales o un despido.

Sin duda, razones de peso para frenar o inhibir el accionar contra la corrupción, pero no se debe dejar de lado, que tanto la denuncia ciudadana y de las personas funcionarias públicas, igualmente que la colaboración de los testigos ante esas denuncias, forman parte imprescindible de la lucha contra la corrupción.

Para contrarrestar de alguna forma las innumerables medidas de inhibición para denunciar actos de corrupción, el Estado costarricense por medio del Ministerio Público y la Procuraduría General de la República por medio de la Procuraduría de la Ética Pública, han previsto algunos mecanismos de protección como la confidencialidad del denunciante, siendo este un derecho reconocido, donde la instancia que recibe la denuncia es la obligada a resguardar la confidencialidad de los datos, la protección contra represalias laborales que se aplica a través de la Ley N.º 10437 que rige desde febrero de 2024, siendo una ley sumamente nueva que reconoce un fuero especial de protección laboral inexistente antes de esa fecha; y otras medidas específicas de protección en sede penal como las dirigidas a salvaguardar la vida, la integridad personal, la libertad y los demás derechos de la persona protegida.

Estos mecanismos son parte de la respuesta que busca el fortalecimiento de la probidad en la función pública, definiéndose como la obligación que tiene la persona funcionaria de orientar su gestión a la satisfacción del interés público como único norte y privilegiarlo por encima de los intereses privados. A mi parecer, la sola palabra probidad se encuentra lejos del andar diario de muchos personajes en la función pública.

Al ampliar el foco, el panorama en los países de Centroamérica revela una serie de desafíos estructurales y debilidades persistentes identificados en estudios realizados en la última década sobre la ética y la probidad en la función pública, siendo uno de los hallazgos más consistentes la brecha entre el marco legal y la aplicación práctica. La deficiente implementación a través de la falta de voluntad política, la debilidad de las instituciones encargadas de la fiscalización y la impunidad son factores clave que socavan los esfuerzos por fortalecer la ética pública.

Ahora sí, llegamos al punto medular: la danza —o más bien el baile latino— entre la aplicación de la ética pública y la corrupción.

Según el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) publicado en 2024 por la organización Transparencia Internacional, se hace hincapié en las Américas, donde la corrupción alimenta los delitos ambientales y la impunidad, reflejados en un puntaje promedio regional de 42 sobre un máximo de 100 puntos, y ese es, precisamente, el puntaje asignado a Costa Rica (42). Los peores calificados son Haití (16), Nicaragua (14) y Venezuela (10) debido a su alta devastación por el crimen organizado y los abusos de los derechos humanos. Al otro extremo del índice, se encuentran Uruguay (76), Canadá (75) y Barbados (68), claro resultado de altos niveles de transparencia y participación.

El informe del IPC 2024 también identifica la impunidad por delitos ambientales en la región, relacionados a la tala y minería ilegal y el tráfico de vida silvestre, donde las organizaciones criminales se benefician de la debilidad institucional y de la falta de transparencia en los procesos, mientras que las élites políticas y económicas manipulan las políticas ambientales para su propio beneficio.

En los actuales tiempos de Costa Rica, nos resulta hasta admirable y esporádico cada vez que alguien ejerce su obligación de encarnar posiciones éticas en el ejercicio de la función pública, lo cual evidencia el riesgo que enfrenta la institucionalidad de caer ante la polarización y el populismo.

Reducir las oportunidades de corrupción, fortaleciendo la institucionalidad, mejorando la gestión de datos ambientales y canales efectivos de participación ciudadana para propiciar la transparencia, resulta ser la receta que algunos países como Uruguay han implementado para lograrlo y que en el caso de Costa Rica deberíamos estar exigiendo ante el contexto que se avecina.

Mientras tanto, la responsabilidad de la sociedad civil y los defensores del medio ambiente, entre ellos desde la función pública, es ejercer vivamente posiciones basadas en la ética para que, en un futuro cercano, estas acciones dejen de percibirse como excepciones y se conviertan en la norma en la lucha contra la corrupción y los delitos ambientales.

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