El debate en Heredia sobre retirar el nombre de Óscar Arias Sánchez del Palacio de los Deportes no fue un simple trámite administrativo. Fue una discusión sobre memoria colectiva, legalidad de los homenajes públicos y, en última instancia, sobre la identidad de un país que ha sabido reconocer a sus grandes figuras más allá de las banderas partidarias.
Es cierto: al nombrar el Palacio con el nombre de “Óscar Arias-Sánchez” no se cumplió con la Ley 3535, que establece que los edificios públicos solo pueden llevar nombres de personas que han fallecido. La observación es válida porque la institucionalidad se sostiene en el respeto a las normas. La institucionalidad no es “un cuentico”; es la base de nuestra vida democrática. Sin embargo, como planteaba Hans-Georg Gadamer, la historia no puede reducirse a hechos jurídicos aislados: siempre se debe interpretar dentro de un horizonte más amplio. Rectificar un error legal no debería convertirse en un acto de borrado simbólico. Si el objetivo es fortalecer nuestras instituciones, retirar el nombre hoy no cambia el pasado: abre, más bien, un presente de inestabilidad en los homenajes públicos.
Óscar Arias no es cualquier político costarricense. Dos veces presidente, Premio Nobel de la Paz en 1987, arquitecto de los Acuerdos de Esquipulas y referente internacional de la diplomacia que conduce a la paz: cerró el último conflicto armado de la Guerra Fría, impulsó el tratado para limitar el uso de armas; su figura representa un capítulo único en la historia nacional. En Heredia, su provincia natal, el Palacio de los Deportes conecta lo local con lo universal. Retirar su nombre parece ser un acto de “olvido deliberado”. La memoria pública cumple una función pedagógica: nos recuerda quiénes fuimos y qué aportes construyeron el presente. Eliminarla no cambia el pasado; lo mutila. No se trata solo de cambiar unas letras en una fachada. Implica alterar archivos, documentos oficiales, crónicas deportivas y hasta la manera en que muchas generaciones han nombrado ese edificio.
No es casual que algunos sectores opositores al Partido Liberación Nacional vean en esta iniciativa una oportunidad para debilitar la figura de uno de sus líderes históricos. Pero el homenaje a Óscar Arias -y a cualquier expresidente- trasciende el color político. Costa Rica ha sabido honrar a figuras que fueron contrarios acérrimos en vida: Rafael Ángel Calderón Guardia, José Figueres Ferrer y Manuel Mora Valverde. Cada uno defendió visiones opuestas, pero hoy todos son recordados como pilares de la nación. Ese es el verdadero legado político costarricense: que los adversarios de ayer se conviertan en referentes comunes del mañana.
Eliminar el nombre de Óscar Arias bajo una lógica partidaria seria una contradicción con esa tradición republicana de reconciliación. Aprender de los errores debería fortalecer nuestras instituciones, no borrar los símbolos que nos pertenecen a todos.
En vez de retirar el nombre, se pudo optar por una solución más didáctica: mantener el reconocimiento a Óscar Arias, pero añadir en el propio Palacio un espacio conmemorativo que explique las circunstancias en que se tomó la decisión original, incluyendo las observaciones legales que hoy generan debate. De esa manera, no se niega la historia: se contextualiza. No se oculta el error: se enseña. Se fortalece la institucionalidad sin sacrificar la memoria.
Costa Rica no necesita borrar sus símbolos. Necesita aprender de ellos, robustecer sus instituciones y, sobre todo, mantener viva la memoria de quienes —con luces y sombras— han marcado nuestra historia. Porque, como bien recordaba Arendt, “solo lo que permanece en la memoria puede aspirar a la inmortalidad”.
Sin embargo, el país discutió la posteridad de un hombre que aún está vivo. Un hombre que podría entrar mañana al Palacio que llevaba su nombre y encontrarse con que, por decisión administrativa, ha sido borrado en vida. La escena es casi kafkiana: un pueblo reunido para dictar sentencia sobre la memoria de un ciudadano que todavía respira, como si la historia no pudiera esperar a que el tiempo cumpliera su parte. Entre oficios, comisiones y actas, la burocracia se convierte en narradora de la vida misma, escribiendo epitafios antes de que llegue la muerte. Quizá la ironía final sea esta: mientras tratamos de decidir si un nombre debe permanecer, el propio don Óscar —todavía vivo, todavía presente— ya es testigo de cómo la memoria puede ser más extraña que la realidad
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