La primera vez que me senté a ver un capítulo de Black Mirror sentí unas ganas —para nada desconocidas— de vaciar mi estómago en el primer baño que pudiera encontrar. Me fue muy confuso, y virtualmente imposible, entender el trasfondo de aquella propuesta. A ver, que si muy filosófico, que si muy profundo, pues sí. O sea, de eso no hay duda.
Acá lo que me sorprendió más fue ver una humanidad en decadencia y un mundo casi colapsado, desde cierta perspectiva.
Yo llegué muy tarde a la fiesta, porque la serie ya era un fenómeno cuando la aprecié por primera vez. Aun así, me impactó la popularidad con la que se seguía esparciendo, no solo entre mis círculos, sino entre otros que habían sido, de una u otra forma, tocados por la propuesta de la serie.
Me di a la tarea entonces de investigar un poco sobre historias distópicas que funcionan más como manifiesto, pero que logran ejercer de eje profético. 1984, Los juegos del hambre, Fahrenheit 451 e incluso The Running Man son historias que imaginan un futuro atroz, lleno de oscuridad, ocurrencias y propuestas malvadas de personas con poder. ¿Es eso lo que nos espera? ¿Es el poder tan corrosivo para quienes lo tienen? ¿A qué le tenemos miedo realmente?
Me parece a mí que este tipo de historias nos permite ensayar, desde una posición ficticia, una forma segura de futuro. Sin jugar de erudito, lo que quiero decir es que es más fácil vivirlo en la ficción que en la realidad, y que, de repente, nos sirve de lección a todos. Son libros que, a pesar de todo, en su final son esperanzadores de una forma u otra.
Quizás, en un mundo tan hiperconectado y lleno de seres humanos vacíos y deseosos de una pizca de poder para ejercer control sobre los demás, este tipo de literatura es justo lo que necesitamos para vivir la vida de una manera totalmente diferente (recuerden, wabi-sabi).
Cierro pensando que este tipo de distopías, sobre mundos rotos, es nuestra forma de intentar reconstruir el nuestro. Quizás por eso son de las historias más vendidas en este país. Es un intento nacional por reconstruir lo que sabemos que está roto y que, aunque queramos ocultarlo, entendemos que no puede ser arreglado.
Las distopías no son necesariamente vistazos al futuro, sino un grito inmensurable de auxilio por parte de generaciones que vaticinaron situaciones que hoy estamos viviendo. No es lo que vendrá, sino lo que ya está aquí. En eso, no pueden decir que la culpa es del arte.