El hermoso Banco, de escaparates esmerilados y con una puerta de brillantes placas de cobre, en medio del barrio pobre, de casas sucias, habitadas por pobres gentes, parecía un príncipe que, no se sabe cómo, se encontró de repente entre una multitud de mendigos. Y la multitud amaba aquel príncipe. Trabajaba para él. Todas las miradas estaban fijas en él. Parecía traer el consuelo a aquella miseria. Era la esperanza del barrio.
Una larga hilera de gentes, hombres y mujeres, jóvenes y viejas, se estacionaban los sábados por la tarde frente al Banco, después de haber recibido el salario de la semana. Uno tras otro, iban dejando sus pequeñas economías en las ventanillas de relucientes barrotes de cobre. Fue algo como una ceremonia mística de los tiempos antiguos, durante la cual los creyentes traían sus ofrendas al altar. Era la veneración al bello príncipe del barrio. Y el príncipe, por manos de los empleados, bien vestidos y cuidadosamente afeitados, aceptaba generosamente aquellas ofrendas. Los billetes de banco, diez veces contados, llevando señales de las manos sucias de las pobres gentes, desaparecían tras las ventanillas.
Mucha gente ha entrado tras la sólida puerta de relucientes placas de cobre. Otras muchas han salido por ella, llevando el dinero economizado en largos años de trabajo. Los pobres llevaban allí su dinero como si fueran a orar a un templo. Mas en aquel templo las oraciones estaban inscritas en un grueso libro y daban intereses. Y a las gentes les parecía que aquel templo, con sus empleados cuidadosamente afeitados como sacerdotes, era más sólido e importante que los demás.
Un buen día el Banco cerró de pronto su puerta. Cesó de pagar a sus clientes. El príncipe había trabajado demasiado el oro y su vientre estalló. Estaba muerto. O quizá simulaba la muerte.
La gran puerta reluciente no se abrió más. Se tornó muda e inmóvil. Inspiraba ahora un horror indecible. Los empleados, cuidadosamente afeitados, habían desaparecido. El príncipe se quitó la máscara, y ahora todos vieron que era una terrible araña, un vampiro gigantesco, que, habiéndose colocado en medio del barrio, como en el centro del corazón, chupó durante largos años su sangre, obstinadamente, con una fría tranquilidad. Los escaparates eran los ojos de aquel monstruo; la puerta ornada de placas de cobre era su boca. Ahora, la boca se había cerrado porque el monstruo estaba satisfecho.
Al principio, las víctimas de aquel monstruo no sintieron más que dolor, creyeron que era una herida fácil de curar. No sabían que estas heridas están siempre envenenadas, aunque muy pronto lo comprendieron. Para muchos la mordedura del vampiro tuvo trágicas consecuencias. David Rimcha, que tenía en el Banco todas sus economías, reunidas en dieciocho años de penoso trabajo, se ahorcó. Anna Cherni, doncella del servir, que ahorraba su dinero para poder casarse con su novio, se envenenó. Pablo Rabin, propietario de una tiendecilla de ultramarinos y padre de cinco criaturas, que recientemente había depositado todo su dinero en el Banco, sufrió un ataque de parálisis.
Los demás quedaron destrozados, desesperados, heridos en lo más hondo. Mujeres jóvenes envejecieron, enflaquecidas las mejillas, los corazones llenos de dolor. Los que valerosamente habían luchado contra las miserias de la vida, estaban ahora abatidos.
Una nube negra envolvía aquel pobre barrio. Parecía una epidemia. Los tentáculos monstruosos del vampiro gigantesco penetraron en todas partes, sembrando la desolación y los sufrimientos.
Así rezan las dos primeras partes del cuento La Quiebra, del escritor Osip Démov (1880-1945), tomado del libro Cuentos Rusos. Cualquier similitud con los casos recientes y no tan recientes del sector financiero en el país, es triste coincidencia.
En la tercera y última parte, la narración nos ubica frente a la quiebra diríamos moral de dos personas, tan afectadas por la situación, que están negociando el precio de su decoro. A propósito de eso, se ha insistido en los últimos años, en cómo las fallas en el sistema educativo empujan a algunos jóvenes a implicarse en negocios ilegales y hasta en el sicariato. Todo esto, a su vez, se sabe que fomenta un desprecio por la institucionalidad y la civilidad en general.
Entonces, me pregunto, cuánto más abonarán a ese contexto los malos ejemplos desde el poder en cualquiera de sus ámbitos, como el financiero; además, reiterados y usualmente acompañados de impunidad e incluso de la sensación de ser burlados con cinismo.
Me pregunto si la frustración y la desesperación de una persona mayor (sí, también una persona adulta o adulta mayor), al verse despojada de todo o gran parte del fruto de sus esfuerzos honrados, de sus recursos para vivir, amén del menoscabo a su credibilidad en el pacto social, no se sentirá empujada —sin llegar, necesariamente, a los ámbitos del crimen organizado o el sicariato— a tratar de recuperar algo de sus preciados recursos en formas muy riesgosas o ilegales o indignas; indiferente ya a los cuidados o alternativas que hubiera tomado, de no estar soportando presiones hasta existenciales, para no participar de aquellas. De manera similar a la de los personajes al final de La Quiebra.
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