El pasado 14 de junio y lejos de la tierra que la vio nacer, doña Violeta Barrios de Chamorro pasó a la eternidad dejando en las más gloriosas páginas de la historia un legado de paz, democracia y libertad.
Presidenta de Nicaragua 1990-1997, nos hereda a los demócratas del mundo su ejemplo que se convierte en faro de esperanza democrática en una nación marcada por el autoritarismo y la represión. Su llegada al poder no solo representó el fin de una guerra civil, sino también la confirmación de que el diálogo, la civilidad y el respeto a las libertades fundamentales podían ser la base de una nueva Nicaragua.
Pero incluso su compromiso con la democracia es anterior a su presidencia. Primero, luchando al lado de su esposo, el destacado periodista Pedro Joaquín Chamorro y, luego de la trágica muerte de este, cuando asumió un rol protagónico a raíz del triunfo de la revolución sandinista en 1979, siendo parte de la primera Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional.
Es aquí donde da un gran primer ejemplo al renunciar a la Junta en desacuerdo con el incumplimiento de los compromisos pactados en el puerto costarricense de Puntarenas el 18 de junio de 1979, de establecer un sistema pluralista democrático. Esa decisión, la destacaría del resto de los miembros de la Junta y la legitimaría años después en sus luchas por una mejor Nicaragua.
Doña Violeta fue además, la primera mujer en nuestro continente en llegar a la presidencia por medio de elecciones nacionales libres. Su victoria en 1990, derrotando al Frente Sandinista de Liberación Nacional, no fue solo el resultado de una contienda electoral, sino el reflejo del hartazgo de un pueblo fatigado por años de guerra, muerte, censura y opresión política. Ella se convirtió en símbolo de reconciliación nacional, eligiendo el camino más difícil: gobernar con mesura, respetando las libertades y promoviendo la paz, aun con sus adversarios políticos.
Su presidencia marcó una ruptura con las prácticas autoritarias. Devolvió la libertad de prensa, impulsó elecciones transparentes, respetó la independencia de los poderes del Estado y estableció un tono de gobierno basado en la tolerancia y la apertura democrática. En lugar de venganzas, persecución o purgas, ofreció diálogo. En lugar de represión, ofreció pluralismo. Su estilo sobrio, alejado del populismo autoritario o del culto a la personalidad, está hoy más vigente que nunca.
Su mayor contribución, sin embargo, trasciende su mandato. En tiempos recientes, con el resurgimiento del autoritarismo en Nicaragua bajo el régimen los Ortega-Murillo, la figura de doña Violeta Barrios cobra una fuerza simbólica enorme. Frente a un gobierno que persigue, encarcela y exilia a sus opositores, el recuerdo de una presidenta que gobernó sin perseguir, sin imponer y sin temer a la crítica se vuelve un acto de resistencia heroica y en ejemplo permanente de compromiso con la institucionalidad democrática y los derechos humanos.
Doña Violeta demostró que el poder puede ejercerse con decencia. En una región donde la democracia enfrenta hoy profundas amenazas, su legado permanece como una lección viva: el verdadero liderazgo no reside en la imposición, sino en la capacidad de unir a un país desde la libertad y la justicia.
En sus honras fúnebres sus hijos afirmaron que los restos de doña Violeta “descansarán temporalmente en San José, Costa Rica, hasta que Nicaragua vuelva a ser República, y su legado patriótico pueda ser honrado en un país libre y democrático”. Ojalá que ese día llegue pronto para nuestro vecino país que no merece seguir sufriendo los embates de una dictadura.
Y ojalá que el legado de doña Violeta sirva siempre de inspiración para todo aquel que aspire a gobernar un país.
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