Pepe Mujica murió a días de cumplir 90 años. Fue preso político, presidente y símbolo de coherencia ética y radical ternura. Su legado excede la política: sembró conciencia desde la sencillez y el compromiso.
“Soy un anciano que está muy cerca de emprender la retirada de donde no se vuelve. Pero soy feliz, porque están ustedes, porque cuando mis brazos se vayan habrá miles de brazos sustituyendo la lucha. Y toda mi vida dije: ‘que los mejores dirigentes son los que dejan una barda que los supera con ventaja’. Y hoy están ustedes”.
José Mujica ya había dicho su despedida. Lo hizo de pie, con la voz temblorosa pero intacta, delante de miles. No fue una despedida del poder ni de la política. Fue otra cosa: la conciencia de estar cerrando una vida con sentido, la gratitud de saberse parte de algo más grande, el legado confiado a nuevas manos.
Este 13 de mayo de 2025, a días de cumplir 90 años, se fue físicamente Pepe Mujica. Pero hacía tiempo que era otra cosa: símbolo, conciencia, espejo incómodo. Su muerte no sorprende, pero duele. Porque no abundan los que cruzan casi un siglo con tanta coherencia y tanta capacidad de evolución. Porque fue radical sin ser fanático, lúcido sin ser arrogante, firme sin ser rencoroso. Duele porque se va un hombre de carne y hueso, pero sobre todo porque se va un ejemplo.
Fue diputado, senador, ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, presidente de la república. En 2009 fue el candidato más votado de la historia uruguaya hasta entonces. Su figura sencilla, su hablar pausado, su autenticidad sin adornos, lograron algo inusual: el silencio en cada sala donde hablaba. Compañeros y adversarios sabían que lo que venía no era un discurso más, sino palabras con peso, experiencia y una ética forjada en la vida.
Como presidente (2010–2015), dejó una huella que trascendió fronteras y agendas. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y la marihuana, posicionando a Uruguay como faro regional en derechos humanos. Impulsó políticas públicas inclusivas hacia personas trans, fortaleciendo la igualdad. A nivel económico, lideró un período de crecimiento sostenido con baja inflación y reducción del desempleo, profundizando políticas redistributivas que llevaron la pobreza a mínimos históricos.
Bajó la pobreza del 18% en 2010 a cerca del 9% en 2015, dejando la pobreza extrema por debajo del 1%. Pero no se conformó con eso. “Un 0.5% de pobreza extrema es una tragedia”, dijo en San José de Costa Rica durante la CELAC en 2015, a pocos días de dejar la presidencia.
Reforzó el Estado social con inversión en salud, vivienda y educación. Continuó el Plan Ceibal, dotando a cada niño de una computadora, y potenció la educación técnica a través de la UTU como vía de inclusión laboral. En política internacional, tuvo una voz ética inconfundible: acogió refugiados sirios y presos de Guantánamo, defendió el MERCOSUR desde una postura autónoma, y se convirtió en referente mundial por su coherencia, su austeridad real —vivía en su chacra, donaba casi todo su sueldo— y su crítica profunda a la cultura del consumo. Su célebre discurso en la ONU en 2012 sigue resonando como una defensa del tiempo libre, la sobriedad y la libertad como valores superiores al mercado.
Pepe no nació de izquierda. Empezó en las filas del nacionalismo ruralista, recorriendo el país profundo a caballo. Pero fue encontrando, como tantos, las raíces de la desigualdad en el campo, en los pueblos, en los barrios. Y se fue transformando. Se radicalizó no por odio, sino por esperanza. Por creer que el mundo podía ser justo. En los años sesenta abrazó la utopía armada, como miles de jóvenes en América Latina. Compartió sueños, errores, aciertos y heridas. Pagó con años de cárcel, aislamiento, tortura. Sobrevivió. Pero lo más asombroso fue que salió sin odio. Salió con ternura.
Volvió a caminar el país no con un fusil, sino con una flor. No desde el resentimiento, sino desde el intento de hacer las cosas lo mejor posible. Y gobernó con esa mezcla tan rara de sabiduría y simpleza. Fue presidente austero en un mundo de vanidades. Pero también fue el presidente que entendió que la política es servicio, no privilegio.
Y mientras lo hacía, hablaba. Sin papeles, sin maquillaje, sin estrategia de marketing. Hablaba con el corazón. Le habló al mundo desde la ONU para decir que el consumo nos estaba devorando el alma. Le habló a los jóvenes para recordarles que la política es entrega, no carrera. Le habló a los poderosos para decirles que la riqueza no se mide en dólares sino en tiempo libre. Y siempre, siempre, le habló al pueblo uruguayo con esa mezcla única de picardía, lucidez y ternura.
Pepe fue de esos que cambian el mundo desde un rincón. Desde una esquina del sur que él ayudó a hacer visible. Cambió el sentido de lo que puede ser un político. Cambió la historia de un país sin querer protagonizarla. Casi renunció a la justicia, si esta implicaba revancha. Prefirió el reencuentro. Prefirió la unidad. No por ingenuo, sino por sabio.
Hoy se va Pepe. Pero quedan sus palabras, sus gestos, sus decisiones. Queda su forma de mirar la vida. Queda ese recordatorio incómodo de que la política puede ser otra cosa. Que se puede tener poder sin perder el alma. Que se puede envejecer sin volverse cínico. Que se puede vivir como se piensa.
Y que se puede morir sin miedo, cuando se ha vivido con propósito.
Gracias, Pepe. Dejás en tu legado un camino por donde pensar hacia dónde caminar. Y la siembra que empujaste —una y otra vez— en las futuras generaciones.
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