A Juanita le hubiera gustado salir en el periódico. En cualquier periódico y por cualquier motivo. Una vez salió en la tele, reclamando por la falta de semáforos en una esquina cerca de una escuela, y fue conversación en el barrio. Juanita tenía una voz fuerte, decidida, y todos le hacían caso, menos las hijas, decía ella. Era matrona, risueña, resuelta y resiliente, astuta y como nadie de valiente.

Llegó a Costa Rica hace 30 años a trabajar, como hacen muchos nicaragüenses. Mamá, “doña Gaby”, la conoció el día que, habiendo cazado un garrobo, pretendía hacerlo en barbacoa. Sus “patronos” de entonces se lo prohibieron, y ella se sorprendió de que no quisieran probar aquella carne deliciosa. “No, Juanita, aquí no hacemos eso”. Es que los ticos... y sacaba todo lo que hacíamos “extraño”. A papá, “don Mario”, le dijo que tenía un acento muy feo. Todos nos volvimos a ver y estallamos de la risa. No solo por lo franca que había sido, sino por lo que acababa de decir. Don Mario tenía un acento tico perfecto, según nosotros, articulaba cada sonido y era elocuente. Pero a ella le sonaba feo, re-feo. En los 22 años que pasó con nosotros, ayudando en casa, a ella también se le fue "afeando" el acento. Pasó de enseñarles a mis hijos a decir "jaleeeia de fresa" a decir "jalea de fresa". Comenzó a pronunciar más las S y a añadírselas a las listas del supermercado también. Esas listas que había que descifrar. Escribía lo que le daba la gana y como le diera la gana. Juanita no fue a la escuela, no pudo, pero aprendió a leer y a escribir por sí misma.

Desde que tuvo uso de memoria palmeó tortillas. Si se equivocaba, la mamá le pegaba en las manos. La mandaron de Villanueva a Managua a trabajar a una casa de gente más pudiente, cuando aún no había cumplido los 10 años. Tenía buena cuchara y, desde hace unos años para acá, nos mandábamos videos de “yutub”. La cocina era su paraíso. Cocinaba en gas y la ponía a todo fuego... “Una cocina demencial”, decía. Cuando la cambiamos por inducción, me dijo: “Usted se queda con esa, y me deja a mí la de gas”. Eso no ocurrió. Vendí la de gas y tuvo que aprender a cocinar en la de inducción, y al poco tiempo decía, con la cocina en lo máximo: “Qué cocina más demencial”, fascinada por la rapidez con la que podía sacar el almuerzo. Una vez la encontré asando carne en el corredor de mi casa con un aro de carro, una reja de quién sabe dónde, y dando aire con un cartón. No había antojo que no se hiciera ella. El “no” nunca fue opción de nada.

La vida antes de su llegada a Costa Rica fue difícil, pero ella, como siempre, se las arregló, con carácter y sonrisa. Traficaba entre la frontera nicaragüense y la hondureña loras y pericos, y cuando le hacíamos ver la barbaridad de vender animales en peligro de extinción, nos reclamaba que no tenía nada que darles de comer a sus cinco hijos, porque eran tiempos de Somoza primero, luego de la Revolución, y más tarde de los Sandinistas, y que a ella le fue siempre mal en Nicaragua, excepto cuando traficó.

Su sueño fue siempre casarse con el que ella estuviera enamorada. Le fascinaba la vida matrimonial porque se la arrebataron cada vez que la tuvo. Sus dos compañeros nicaragüenses, papás de sus hijos, fueron asesinados por la política. A uno le cortaron la cabeza, y cuenta que la vio pasar rodando.

Por Juanita conocimos Nicaragua y aprendimos a querer a su pueblo, y a reírnos del realismo mágico al que el cartesianismo nos había acostumbrado. Cuando murió su hermano, regresó a Nicaragua, al funeral. Como el hermano tenía familiares y amigos en todo el territorio nicaragüense, no se les ocurrió nada mejor que meter el cuerpo del hombre en una nevera, llenarlo de hielo y pasearlo por todo el país. “Como Juana la Loca”, dijo doña Gaby[1].

Juanita adoraba a los perros. En uno de esos viajes en carro a Nicaragua, don Mario, gran alcahueta, dejó que pasara a “la Miru”, un perrito con artrosis, escondido de la “migra”. Así pasó a varios más. Esconder era una ‘virtud’ de la señora. Por ejemplo, aunque Juanita tuviera papeles y estuviera con todo en regla en Costa Rica, pagaba para que la pasaran mojada de Nicaragua a Costa Rica, porque en Costa Rica la frontera podía tardar horas y ella ‘ocupaba’ llegar rápido a San José. ¡Cuántas veces no la pasó por entre potreros, teniendo papeles! ¡Cuántas veces le pedimos que no lo hiciera...! Hasta que mejoraron los servicios de bus y de Migración, al punto de que ya ni siquiera tenía que bajarse para que le revisaran la cédula. Se sentía como una reina. “A mí que me entierren con mi cédula de residencia, que mucho me ha costado”, comenzó a decir después.

Pasaron los años y papá se puso mal. Juanita lo cuidó como a un dios. Es cierto que se habían querido mucho y también peleado. Los dos eran muy francos, muy necios y muy arrancados. Pero Juanita lo cuidó hasta que murió. Se fue a recoger el cuerpo de don Mario al hospital y se vino en el mismo carro con los de la funeraria. Llegamos, y ella entró a la sala de preparación como si nada, detrás del féretro y con dos bolsas blancas en las manos. Literal, entró como Pedro por su casa. Yo estaba aturdida y no puse mucha atención. Al rato salió el embalsamador a preguntar quién era esa señora. ¿Juanita? Sí, la de las bolsas. Es la señora que cuidó a papá, ¿por qué? “Porque creo que me la voy a dejar trabajando aquí”, dijo entre bromas. No entendí. ¿Qué pasó?

Juanita se había llevado en una bolsa equipo de protección: guantes, anteojos y mascarilla. A los de la funeraria les anunció que ella iba a encargarse personalmente. Lo vistió, lo arregló, y cuando papi ya estaba impecable, “listo pa’ la foto” ¡zas! Juanita se tomó una selfie con el cuerpo. Ella de pie, y él acostado, vestido de saco y corbata en la camilla de la funeraria.

A los pies también le puso la segunda bolsa blanca: los huesos del perro de la familia. Los huesos de Butros. Puro realismo mágico. Papi así lo había pedido, y Juanita ‘delivered’. En ese féretro iban el señor y su perro, y Juanita estaba encantada de haber cumplido el deseo.

Juanita, por más mandona, por más necia, se desvivía por los demás, fueran o no familia. Trabajó toda la vida, desde los 8 años, contaba ella. Pero nunca tuvo plata, o no tuvo suficiente para sus propios gustos, trabajaba, aunque ya estuviera pensionada ¡Cuántas veces no se metió en préstamos leoninos para sacar de algún apuro a alguien, sin contarnos, para que no le dijéramos nada!

En uno de los viajes a Nicaragua volvió “arrecha”, como decía ella. Queriendo hacerse tica. Ya no aguantaba el clima de allá, decía. Por una legislación especial, no tuvo que hacer examen para obtener la nacionalidad costarricense y se nacionalizó. Era lo que más quería, decía. Hacerse tica. Juanita enfermó y no pudo retirar su cédula costarricense. El TSE se enteró y se la fue a entregar al hospital. Juanita murió el viernes 2 de mayo, a causa de complicaciones provocadas por varios infartos, después de pelear, como siempre lo hacía, contra la muerte. El cuerpo estaba agotado, y no dio más. Habían sido 67 años seguidos de luchas, de trabajo, de dolores físicos, de padecimientos. No dio más.

Cuando se comienza a trabajar en la infancia, cuando las circunstancias la hacen responsable de todo, y todo se asume con responsabilidad, el cuerpo se agota. Juanita fue una mujer increíble, mágica, generosa con su amor a todos, con sus ganas de complacer y de solucionar, en un mar de adversidades que nunca pidió tener. Juanita también nos recuerda a todas esas mujeres que han hecho tanto, en silencio, por tantas familias que no son las suyas. Es también un retrato de lo que implica la migración, la desigualdad, la tenacidad, y el amor diario. Era fuerte porque se lo pidió la vida. Ella hubiera preferido no tener que serlo. Tener una vida tranquila, rodeada de familia y perros.  Tal vez ahora, finalmente, la tenga y me esté diciendo: “Ari, gracias. Ari”, por habérsela deseado siempre.  Así fue como terminó su audio de la semana pasada desde el hospital y yo le contesté: “Con mucho gusto, Juanita. Gracias a usted siempre, por todo”. Y ella me respondió: “Ahí nos estamos hablando, ahí nos hablamos”. Creí de todo corazón que así sería. Así será. Porque esto no es más que un hasta luego.

[1] Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos, quedó profundamente afectada tras la muerte de su esposo, Felipe el Hermoso, en 1506. Se dice que, dominada por el dolor y los celos, viajó durante meses con el ataúd de su marido.

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