El sábado 3 de febrero de 1934 se anunciaba en el diario costarricense La Tribuna el estreno de Zombi, la legión de los hombres sin alma, del director estadounidense Victor Halperin. La película, interpretada por Bela Lugosi y considerada la primera del género zombi, se proyectó en las tres funciones del Teatro Raventós el mismo sábado y, según la nota, jamás antes se habían filmado “escenas tan espeluznantes y tragedias tan terribles”.
La palabra zombi provocaría posteriormente ciertas resonancias en la cultura costarricense de la época. Y esas resonancias, de algún modo, se vinculaban con las representaciones cinematográficas, los arcanos testimonios del libro de William Seabrook en el que se basó la película de Halperin y los dudosos relatos de otros viajeros que recorrieron los campos haitianos imbuidos de curiosidad y horror. Pero, a su vez, se vinculaban con algo que el cineasta Jurgen Ureña mencionó en La Telaraña del lunes 28 de octubre: los zombis funcionan, ante todo, como metáforas y como contenedores de múltiples significados.
A poco menos de dos años del estreno de la película de Halperin en nuestro país, el Diario de Costa Rica publicó un titular, por decir lo menos, llamativo: “Los sacerdotes del diabólico culto de la cocomía invaden la Zona del Atlántico”. Se hablaba de sacrificios humanos, de “rezongos ásperos y de una danza histérica y sensual”. La publicación decía “cocomía” pero, en realidad, se refería al culto de la “pocomía” de origen jamaiquino y extendido en Limón desde inicios de siglo XX. Ya para 1939, casualmente, aparece una asociación entre este culto y los zombis. Se menciona que, al igual que en las sectas de vudús y zombis, en la pocomía “se invocan las potencias de las sombras en ayuda de sus prosélitos”.
En el mismo episodio de La Telaraña, Camilo Retana recordó cómo los relatos de zombis nos muestran y, a menudo, nos echan en cara la forma en que tratamos al otro, a lo diferente. El zombi, en este caso, aparece como lo monstruoso, como aquello que nos amenaza y a lo que debemos repeler. El muro de Donald Trump, según dijo Retana, es un buen ejemplo. Como también es un buen ejemplo el caso de la pocomía en Limón: sus miembros no solo resultaban peligrosos por su origen étnico, sino porque, además, se organizaban en sus espacios de trabajo para enfrentar la explotación que sufrían en las bananeras.
Tony Cuchillo, fundador de la banda Los Cuchillos y autor temas como Nena zombi y Soy un animal, participó también en La Telaraña dedicada a los zombis y aludió a la persistente comparación que se suele hacer entre el monstruo y el hombre. Tony insistió en cómo esto suscita procesos de repudio muy semejantes a los que experimentaron, en su momento, los rockeros que ensayaban a todo volumen y perturbaban la paz de los vecinos.
Todos, de una manera o de otra, somos potenciales zombis, potenciales monstruos. Y quizás por eso, conforme se avanza en el siglo, es más frecuente encontrar referencias a los zombis en la prensa costarricense. Están, por supuesto, los comentarios del doctor Maahased Merkabad en La República, donde asegura haber visto muertos vivientes. Están los conjuntos musicales que amenizaban fiestas en el Hollywood Hut de los años sesenta. Y, entre muchísimas otras, está una simpática nota firmada por Pierre Devalux de La Prensa Libre de octubre de 1960 donde compara a los zombis con hombres-máquina o bueyes humanos.
Así seguimos a lo largo de las décadas: ochenta, noventa y dosmil. Cada época con sus representaciones del horror y sus relatos cinematográficos. Cada época con sus otredades malditas. Y nos miramos al espejo y sentimos que habitamos un mundo cadáver, un capitalismo cadáver y un país cadáver en el que, extrañamente, no asustamos a nadie.
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