La educación pública costarricense anda como el cangrejo: de lado o hacia atrás, pero nunca para el frente. Y no es que me guste ser un crítico pesimista sobre la situación nacional actual, pero si no se le inyecta el capital necesario capaz y la veamos morir patas arriba ante el acoso de sistemas educativos privados que bien se ansían su debacle. 

La pésima infraestructura hoy aqueja a muchos centros educativos asunto evidenciado ya a través de varios medios informativos, el rezago tecnológico de las instituciones provocado por las condiciones precarias aunado a los programas educativos hechos a ultranza, apuntan hacia un desplome producto, también, de la cultura de lo fácil o lo meramente utilitario, es decir, lo descaradamente mercantil. En la memoria colectiva quedará el recuerdo de humanistas insignes, educadores o ministros, que marcaron un antes y un después en la educación costarricense: Omar Dengo Guerrero, Emma Gamboa Alvarado, María Isabel Carvajal Quesada o Roberto Brenes Mesén; este último quien asumió, inclusive, el puesto de ministro de Instrucción Pública, lo cual equivaldría a ser, hoy, ministro de Educación. 

Solo como para evidenciar este descalabro presente, de magnitudes portentosas, pienso en algo tan ínfimo como en los muchos trabajadores del sistema educativo público que tienen matriculados, a sus hijos, en instituciones privadas, a modo de huida. Me refiero, específicamente, a los altos o mandos medios de nuestro MEP. Esto da pie a desconfiar sobre su propia valoración y compromiso para con la educación pública costarricense. Siendo consecuentes, ¿qué tipo de credibilidad esperan que los demás les tengamos si ellos mismos desconfían de sus propuestas metodológicas o sus proyectos para el sector educación? ¿No se darán cuenta de que, en nuestro querido país hay ojos que todo lo ven y todo se lo cuestionan?

Yo, que soy hijo de quien fuese un gran maestro; hermano de una insigne profesora y ahora convertido, a su vez, en docente; estoy pasmado pues advierto cómo cada año disminuye aún más el presupuesto destinado para los centros educativos públicos (escuelas y colegios). Uno puede comprender que exista la intención de domar al monstruo de la deuda externa, pero se vuelve inaceptable que las propuestas para someterlo involucren, casi que exclusivamente, la reducción de fondos destinados a servicios públicos que, al fin de cuentas, fueron motivo de luchas interminables por parte de nuestros antepasados hasta convertir nuestro país en el orgullo con que, al menos hasta ayer, presumíamos la parte social ante nuestros países hermanos. 

Por esta vez no me detendré a comentar mucho sobre las universidades públicas porque, contrario a lo que muchos piensen, soy el primero en opinar que un caballo robusto no debe dejarse tan a la libre pues pronto lo veríamos pastando en potreros ajenos, relinchando en circos para el agrado de otros países o sucumbiendo ante ideologías separacioncitas y casi sectarias. Además, porque algunos salarios de entre los puestos internos de estas universidades, con funciones similares o incluso idénticas a las que otras dependencias gubernamentales realizan, presentan una obscena diferencia salarial que se presta para el morbo de toda la ciudadanía. Aquí es donde las universidades públicas deben poner sus propias barbas en remojo, adjudicar un salario razonable según la función realizada y abandonar la victimización ante el cuestionamiento, sí, aquello de justificar, con perifoneos innecesarios –que estamos pagando todos, el despilfarro en esos puestos, es decir “A”, con lo ya esperable de una universidad pública dada su naturaleza y función social, llámesele “B”. ¡Ya basta de demagogias para ingenuos! Yo mismo he escuchado a docentes del MEP que con desgano dicen: “¡Achará estudio!, de haber sabido me hago conserje de una universidad pública”.

Sin embargo, lo que me atañe, por ahora, no es atacar al gremio universitario que por ley goza de autonomía y de cierta supremacía socialmente aceptada. Siendo honestos, bien que se han ganado su lugar en el corazón tico dándonos grandes profesionales y posicionándonos en los ránquines de las mejores universidades latinoamericanas. ¡No!, este asunto no se direcciona hacia las universidades públicas que han dado cuna y cobijo a próceres nuestros, sino que me las traigo contra la mano peluda que se mete, ya ruidosa y ya descarada, en los colegios y escuelas del país. 

Mientras otros cobran sus dietas y viáticos, o se hacen a sí mismo reajustes salariales hasta saquear lo poco que queda, a nosotros, los docentes del MEP, y con aquel cuentito de «funciones inherentes al cargo»; siempre nos pasan la canastilla de las limosnas para poder ejecutar las actividades institucionales. El Spelling Bee, la Feria Científica, el Festival de las Artes (ya no solo en su etapa institucional, sino que también levantándole el rabo a la etapa circuital), el Día del Niño, todos los actos cívicos calendarizados para el año; que si el Día del Libro o el del Árbol, que si el de la Tierra o la Mascarada Costarricense; todo esto llevamos años asumiéndolo, de alguna u otra forma, los simples mortales llamados docentes. 

Desde arriba nos dicen que no hay dinero para los trajes del grupo de folklor y menos lo habrá para comprar los balones de Educación Física, pero, luego, resulta que tampoco hay fondos para adquirir instrumentos musicales y, sin embargo, ¡claro!, pretende el MEP que todos los centros educativos del país desfilen ordenaditos porque los desfiles son, a su vez, una pasarela bella para la ciudadanía. ¿Cómo no se me ocurrió antes! La pasarela donde desfilará el “ejército de Costa Rica” el cual, si se mira bien, es una tropa enviada a luchar sin ningún armamento más que sus propios dientes o manos y en contra de un mundo cada vez más competitivo, tecnológico y cambiante. Ojalá que no nos vaya como en feria. 

Y sigo porque la tela no se acaba… por allá nos dicen que motivemos a los estudiantes con una fiestita de recibimiento de vacaciones o para el fin de año (disque para evitar la deserción estudiantil), pero resulta que ni para los platos plásticos hay fondos suficientes; pero tampoco lo habrá para las bibliotecas escolares, es decir, a no ser porque a los docentes nos meten en tres, cuatro o hasta cinco comisiones; las bibliotecas ni siquiera tendrían cómo garantizar a los estudiantes de bajos recursos las mismas lecturas que sugiere el MEP. 

¡Qué cáscara y cuán sencillo se ha vuelto hacer de un profesional, un simple y obediente obrero de maquila! No conozco, la verdad, otras instituciones públicas donde tengan que pellizcar o, mejor dicho, saquear la bolsa y el tiempo ajeno de sus trabajadores para poder operacionalizar. 

Nuestro colegio, por ejemplo, que es un colegio público ubicado en Orotina lugar donde el sol ennegrece el cuero como si fuese un brochazo de barniz oscuro, mismo que cuando quiere raja el cielo en dos y permite la caída esos alfileres que llamamos lluvia y que es, a su vez, uno de los lugares donde la rayería más hace de las suyas en el país– no cuenta ni tan siquiera con un gimnasio; es decir, nuestros estudiantes se debaten entre la posibilidad de un cáncer de piel, una pulmonía o morir fulminados por un rayo. Y no, aun así y a pesar de las circunstancias, resulta que no hay presupuesto para la parte humana de la educación pública que atañe a los centros educativos; que todo eso es más fácil garabatearlo en unas cuantas palabras al inicio de los programas educativos que llevarlo, verdaderamente, a la práctica. Ojo, porque tampoco hay presupuesto para que los estudiantes tengan graduaciones medianamente decentes o para organizarles un almuercito a los alumnos de honor, quienes, por cierto, bien que se lo han ganado. 

Y yo, a estas horas, vísperas de los que será la marcha de los días 28 y 29 de agosto, me pregunto: ¿Qué pensarían o, mejor dicho, qué harían Omar Dengo, Emma Gamboa, María Isabel Carvajal o Roberto Brenes Mesén; si pudiesen ojear este presente tan desalentador donde lo humano ya no ocupa ni un tercer plano? 

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