¿Sectas?, las hay en todos los tamaños y colores, y en el caso de Club Zero, de todos los sabores, porque Club Zero es una delicia. Argumentalmente hablando, en materia de gusto y paladar, se inclina más por la abstinencia y frugalidad, con ligeras notas de regurgitación.
Pero Club Zero en realidad no es sobre anorexia y bulimia, sino que va más bien por esa línea del wellness. El Club Zero es de esos grupos donde la gente se siente cómoda con frases hechas e imágenes de “lugares felices” (con colores saturados y kitsch, con la personalidad de un wallpaper de Windows). Quienes forman este selecto club saben que el universo conspira en su favor, y si no lo hace, ellos igualmente lo creen.
La historia que nos presenta la austriaca Jessica Hausner en su más reciente película se podría describir así: el colegio The talent campus es una de esas instituciones para superdotados donde la superdotación está meramente en la billetera (exceptuando el caso de Ben, el becado). La señorita Novak es la nueva docente de alimentación consciente, ella llega flamante y bien recomendada por su página web y su línea comercial de tés herbales. Sí, la señorita Novak está cargada de sorpresas. La más llamativa es su afiliación al Club Zero, al que va a unir a los estudiantes más distinguidos del colegio (o a los que le profesen más fidelidad, que ella no es exigente en la distinción, pero sí en la fidelidad).
La directora del filme presenta de forma intencionalmente caricaturizada las dinámicas familiares, patrones heredados y todos los pormenores de la psicología transgeneracional; así, la hija de los padres “modernos” es “rebelde”, la de los “frívolos” es “superficial”, etc. Pero la corriente de influencia va en ambas direcciones, como en los vasos comunicantes, ya que no solo tenemos hijos que repiten los patrones aprendidos de sus padres, sino padres que se sienten impelidos por la fuerza y vitalidad de los anhelos de sus hijos.
En ese vaivén de influjos y abatimientos se desarrolla una historia en la que varios jóvenes, buscando sus propias verdades, entran en contacto con el Club Zero, y a ellos se les promete cumplir todos sus sueños de salvar el mundo, de dejar huella en la historia y, ¿por qué no?, de estar físicamente atractivos –que no todos los sueños son igual de altruistas–. Pero, a grandes líneas, la película es realmente muy provocadora y ataca fuertemente los problemas del mundo como la destrucción del medio ambiente y la vacuidad del capitalismo.
Hausner se decanta por pocos escenarios y planos fijos, con tonalidades artificiosamente seleccionadas y una segmentación por capítulos muy bien marcados. Cada cambio de escena es anunciado por el sonido del mantra que, a modo de gong, nos introduce en temas independientes pero hilados a la idea central, como las cuentas de un rosario bizarro. Con todo ello genera una imagen de teatralidad, una sensación como si estuviéramos mirando una casa de muñecas. De esta forma, la directora, con mucha cortesía, separa al espectador para que no se identifique con lo que está observando y pueda digerir un tema tan espeso y agrio.
Entre los elementos gráficos particulares del filme es destacable la escena del vómito, que llega a coronar la cinta, en su clímax argumental del enfrentamiento entre padres e hijos y cumple una función de señal: marca el punto de no retorno.
A partir de esta acción, el final ya queda advertido. No hay poder que logre traer de vuelta a estos jóvenes del espacio mental en que se encuentran, no hay camino de regreso. Ahí en la película –como aquí en la realidad de nosotros– no hay “Ruta de la Educación” que valga.
Cabe decir que, en ocasiones, a Hausner se le ha achacado apegarse a una exposición lenta y a utilizar vacíos que no tienen realmente propósito narrativo. Esas críticas no consideran que, la simpleza de los personajes, esa superficialidad artificial y las escenas donde se cultiva lo absurdo, e incluso el uso de la clave cromática, son los mismos elementos que generan culto alrededor de otros cineastas llamados esperpénticos y aclamados por el público indie, pero bueno, parece que nunca se puede quedar bien con todos –como siempre, haters gonna hate–.
Así que, por más que a algunos no les guste, las texturas que utiliza, las formas en que describe a los personajes y sus acciones, la esencia que genera con las imágenes donde cada escena tiene colores elegidos para funcionar en una gama tonal específica, está claramente pensada. Hausner lleva en esto más de veinte años y ha perfeccionado su estilo desde su primer largometraje, Lovely Rita, pasando por Hotel, Lourdes, Amor Fou, Little Joe, hasta llegar al día de hoy.
Sepa el lector, la expertise de la directora –hija de un reconocido artista plástico– son las imágenes de tinte vívido con personajes fríamente asépticos, moviéndose en relaciones profundamente oscuras. Club Zero va sobre eso, y no defrauda.
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