En una de las tantas páginas de Facebook de fotos antiguas de Costa Rica, un usuario comparte las fotografías de unos rótulos en el Mercado Municipal de Heredia. Se trata, según dice, de un trabajo que él mismo hizo casi cuarenta años atrás. Otro usuario comenta más abajo que, en su momento, se dedicó a la elaboración de rótulos y menciona que esta actividad implicaba una gran destreza, mientras que “ahora todo es tan fácil”.
En la página de Instagram del colectivo Iden-Tica aparece una abundante muestra de ilustraciones y rótulos que van desde los carritos de copos hasta los célebres andamiajes de cinta con los que Míster Masking delimitó San José. A partir de este formidable acervo, por cierto, José Ávila, Karla Ramona Umaña y Jennifer Cob montaron una exposición en la que miles de imágenes se funden surrealistamente, a partir de herramientas de inteligencia artificial y realidad aumentada.
Hace poco más de diez años, Sussy Vargas y Carolina Goodfellow se propusieron desarrollar un espacio de investigación y registro fotográfico del patrimonio visual asociado con la rotulación y las ilustraciones publicitarias. De allí surgió Gráfica popular costarricense, un maravilloso libro en el que se documentan más de 9000 producciones gráficas desde 1860 hasta los primeros años del siglo XXI.
Cada uno de estos ejercicios, de cierto modo, entraña una verdadera cartografía emocional que nos transporta de forma espontánea a momentos y lugares diversos. Es, si se quiere, una suerte de GPS afectivo. Evoco, por ejemplo, el rótulo donde Mario Baracus sostiene un soplete y entonces me transporto la infancia, cuando viajaba con mis papás en un Mazda 1300 hacia la casa de mi tía Marta. Me sucede, también, cuando pienso en el logo de la Billy Boy o en el maravilloso mural de Squirt que estaba en Avenida Segunda. La imagen visual, en todos estos casos, opera para el recuerdo y, así, consigue hacer presente lo que ya no está. No es casual que ese, según Plinio, sea el origen de las representaciones pictóricas: una joven despechada calca la imagen de su amante desaparecido y luego, a partir de ahí, el padre de la joven fabrica una suerte de muñeco, un simulacro del amante.
En La Telaraña de pasado lunes 1 de julio, Jurgen Ureña conversó con el filósofo Pablo Hernández y la fotógrafa Ana Muñoz acerca de la relación que existe entre imágenes y palabras. Según Hernández, palabras, imágenes y números constituyen técnicas que los humanos han empleado desde tiempos inmemoriales para la solución de problemas concretos, cotidianos. La ubicación, la representación de los espacios mediante imágenes mentales, según Hernández, es un buen ejemplo de ello. Ana Muñoz mencionó que, a menudo, se reduce la relación que existe entre texto e imagen a un aspecto meramente explicativo o ilustrativo: las palabras explican aquello que las imágenes no dicen expresamente, mientras las imágenes ilustran aquello que las palabras pretenden decir. Pero, según la fotógrafa, es muchísimo más que eso.
Hay un poema de Pablo Antonio Cuadra donde un hombre se detiene a la sombra de un palo de jenízaro y recuerda la memoria de su padre, cabalgando con el general Chamorro. El hombre rememora pueblos y mulas que siempre estuvieron el auspicio del jenízaro. Y piensa: “De estas ramas mandó colgar Anduray, cuando la guerra del 54 a Braulio Vélez”. La sombra y el palo, así, se convierten en vehículos de la cabanga. Son, en definitiva, imágenes que transportan y hacen presente lo perdido. Como la silueta calcada del amante de Plinio. Como los rótulos viejos que rememoramos en libros o páginas de Facebook. Como los topónimos nostálgicos de los colonos: Nueva Cartago, Esparza, Atenas o Grecia. Como decir abejonal, Alto de Las Palomas, Antiguo Higuerón o Salitral. Como decir, simplemente, cualquier cosa…
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