Por Gina Brenes Solano – Estudiante de la carrera de Contabilidad
Pandemia: esa palabra que se empezó a escuchar a principios del año 2020 y que nadie se imaginaba todo lo que traería. Una realidad que fue estallada delante de nosotros de un día para otro. Ni siquiera los expertos, ni nadie en el mundo, saben exactamente qué hacer para pararla. Estamos acostumbrados a creer que todo lo podemos controlar, somos una sociedad ególatra: viajar, trabajar, estudiar, ir, venir sin mayor problema, a la hora que quisiéramos, el televisor más grande, el último celular, glotonería, 16 horas de trabajo. Nos pusieron un alto a este ritmo de vida ajetreado que daba por sentado cosas tan valiosas como el canto de los pájaros, la lluvia y la compañía. De pronto nos vimos con nuestra familia 24 horas al día, 7 días a la semana, en el mismo lugar, compartiendo día con día. Teletrabajo para los que toparon con suerte de tener esta opción, pero 551 000 personas sin trabajo entre abril y junio, según el informe del INEC; literalmente confinados en casa sin trabajo y sin comida. La peor recesión económica de los últimos 20 años, sin poder ver el horizonte de la reactivación, mucho menos poder pensar que pronto volvemos a la normalidad, y con poca seguridad porque los que se supone que saben, no tienen idea de cuál es el camino, más que prueba y error.
En medio de la turbulencia empezaron a resonar las palabras responsabilidad social. Y ¿qué es responsabilidad? La Real Academia Española define responsabilidad como "deuda, obligación de reparar y satisfacer, por sí o por otra persona, a consecuencia de un delito, de una culpa o de otra causa legal. Cargo u obligación moral que resulta para alguien del posible yerro en cosa o asunto determinado." Lo podría definir como sentir el compromiso de que la necesidad del otro es mi necesidad y que es mi obligación solventar lo que la otra persona está ocupando, porque fallamos como sociedad en poder proveer para todos.
¿Y ahora? Muchas personas con necesidad de cosas básicas: vivienda, comida, agua y luz. Y pasa lo impensable, lo que nunca nos habíamos imaginado. Nuestra idiosincrasia costarricense de mis abuelos, de dar un gallito, de donde comen dos comen hasta diez, salió a relucir y empezamos como sociedad a buscar el bienestar de los demás. Algunos pocos, por supuesto, angurrientos y guardando para ellos; pero, en su mayoría, se acordaron de su responsabilidad social, de nuestro vecino, de nuestro barrio, de nuestro pueblo y de lo mucho o poco que podemos aportar para su bienestar y que ahora es parte de nuestro diario vivir. Ir al supermercado y echar alguna cosita más por si alguien ocupara, tener empatía con la persona que pide en un semáforo con un cartel que dice: "Tengo 6 meses sin poder trabajar, ayúdeme por favor" y dar, aunque sea unas monedas, porque ahora comprendemos que todo suma.
En medio de tanta incertidumbre ganamos como humanos. Definitivamente no había otra forma de volvernos más responsables socialmente y menos materialistas. Interiorizamos que no tenemos nada seguro, ni siquiera el trabajo o la salud, y que en cualquier momento podríamos ocupar de alguien más para salir adelante. Dar para el que necesita y ponernos esos zapatos nos hace una mejor sociedad en nuestra nueva normalidad de confinamiento, incertidumbre y escases.