Roll over Beethoven

And tell Tchaikovsky the news

Chuck Berry

Según yo, una edificación debe tener cuatro virtudes:

Primero, un buen diseño estructural; que tenga la solidez y los fundamentos para albergar en sí todo aquello para lo que fue concebido. Como diría mi amigo y colega escritor, el ing. Daniel Figueroa: evitar que la cosa se caiga.

Segundo, una concepción estética atractiva, que no sea otro tuco de cemento que pasará inadvertido por décadas, sin causar opiniones a favor ni en contra, sin hacerse notar más que cuando estorba. Que no nos deje indiferentes, que genere admiración y, por qué no, rechazo, debate; bello y original para unos, abominable para otros. Y que este debate sea un signo de la época.

Tercero, que sea conveniente, habitable, agradable, cómodo, que la inventiva no atente contra su practicidad, que el arquitecto no olvide que está creando para la gente. Que su obra no tenga rincones muertos, bombillos imposibles de cambiar o vidrios imposibles de limpiar. Que no sea una procesión de Semana Santa ir al baño. Que invite a quedarse en él y no lo contrario.

Y cuarto, el más difícil de explicar y, por lo tanto, de obtener: la integración orgánica de los tres puntos anteriores. Que la solidez, la belleza y la conveniencia sean una sola, que obedezcan a un mismo núcleo de ideas, que sean tan naturales que parezca fácil haber llegado a ellas, como si fueran lo más obvio. Que sus pilares luzcan como decisiones meramente estéticas y no como algo que está allí para sostener la estructura. Que el rincón donde está el pilar sea el mejor espacio para lo que sea que se use. Y que el conjunto así terminado sea impensable de otra manera.

Lo anterior podría aplicarse a casi cualquier trabajo creativo (y uso el “casi” solo por prudencia). En alguna entrevista dijo Leonard Bernstein que Beethoven componía como si tuviera una línea telefónica para hablar con Dios y preguntarle qué hacer, pues cada pasaje de sus principales obras parece resuelto de la única forma posible. Aun cuando recurría a soluciones que, según las buenas prácticas, eran fáciles o poco deseables, Beethoven las convertía en cosas nunca antes escuchadas y a la vez familiares (lo mismo podría yo decir de Tchaikovsky, mi compositor favorito).

No obstante, don Lenny también llamaba la atención sobre la cantidad de anotaciones, tachones y material desechado en los borradores de Beethoven. Cada quien, según sus creencias, dirá si el Luigi tenía esa línea directa celestial, pero no cabe duda de que se enfrascaba en jornadas de trabajo angustiosas y largas para probar, cambiar y escoger las mejores soluciones (ídem Tchaikovsky).

Como he defendido antes, la inspiración es el producto de acumular conocimiento; el conocimiento genera ideas y las ideas se combinan para crear. Pero lo creado debe ser editado y pulido, las ideas deben reconsiderarse y las que no sirvan deben desecharse. Es trabajo, trabajo y más trabajo; lo cual, por otra parte, no significa que se va a perder el disfrute. Discrepo con que “trabajo creativo” sea una especie de oxímoron. El trabajo y el esfuerzo no están reñido con el disfrute. Ni siquiera el dolor, la angustia y la pérdida que pueda causar un proyecto creativo están reñidos con el gozo, cuando la gratificación del resultado supera por mucho al trabajo que haya requerido.

En esta época donde se privilegia la idea cruda por encima de las ideas trabajadas, la astucia por encima del conocimiento, la matráfula por encima del trabajo, al mensajero por encima del mensaje, al gurú, al charlatán, al vivazo por encima del profesional, cada vez más gente repudia las normas sin siquiera haberlas dominado. Quieren omitir el diseño estructural y saltarse de una vez a lo atractivo y conveniente, sin pensar que un diseño sólido provee las bases para todo lo demás. Al final, el resultado es una fuente de placer fácil que sí puede sostenerse y gozar de éxito por un momento, pero no podemos hablar aún de su durabilidad, su trascendencia.

Nada de malo tiene que una idea novedosa desplace prácticas consolidadas; no se trata de defender costumbres por pura tozudez ni de trabajar de más solo para jactarse de ello. Pero una cosa es la innovación y otra muy distinta es la flojera. Pienso que debemos tener siempre el dominio de las normas y el motivo para romperlas. Sin lo primero, el edificio se nos cae; sin lo otro, el edificio no tiene novedad, va a ser otro cajón indistinto en la urbe. Volviendo a Luigi Beethoven, sus sinfonías se convirtieron en los paradigmas del género sinfónico tanto si seguían las normas de este como si no. El mechudo compositor de Bonn dominó las normas para romperlas y convirtió estas rupturas en nuevas normas.

Hablo aquí de normas no como algo impositivo, sino como el conjunto de las buenas prácticas, lo que ha demostrado funcionar, lo que han hecho los grandes maestros, lo que ha perdurado en el tiempo, todo eso de lo que están hechos los clásicos. Desde luego, alguien podrá decirme que muchas magníficas obras carecen de ese estatus de clásico no por falta de calidad, sino porque han sufrido discriminación y ocultamiento. Y coincido plenamente: por desgracia, el estatus de clásico suele tener sexo, religión, color de piel, país de origen y muchas otras “normas”. Pero eso es un tema que prometo abordar en otro artículo.

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