Mi querida y muy admirada Rosa Montero, periodista y psicóloga española, en su libro El peligro de estar cuerda, realizó un amplio proceso investigativo, donde, además, usándose a sí misma como ejemplo, entre otros grandes nombres de la literatura mundial, ejemplifica cómo el alma se alimenta del arte —entendida, por supuesto, dentro del concepto más amplio de cultura—, quizás de forma espontánea, cuando, por los motivos que sea, ésta adolece, quema o se carcome.
La autora explica de forma llana y amigable, muy fiel a su estilo, todos los pasajes en que la escritura le permitió encontrar una cura, a veces, y en otras, al menos un acompañamiento, un poquito de calma, en aquellos momentos —muchos, reiterados— en que los ataques de pánico le perturbaron la razón y la paz. De igual manera, citas estadísticas generales y fragmentos de la vida de artistas reconocidos que nos transportan a esa necesidad espontánea, casi innata, de buscar consuelo en los recursos que tengamos a mano: vínculos, arte, o, como se hace más visible por la intensidad de sus repercusiones, en el licor, las drogas o la alimentación proinflamatoria —pero de esto último, querido lector y lectora, hablaremos en otro momento.
Los debates de por qué existe una proporción de personas con trastornos afectivos mayor dentro de los grupos de artistas en comparación con la población general han sido tema de artículos, congresos, academia y, también, tertulias acompañadas de un café o de un vino. Algunos, con buen atino, sugieren que el malestar temprano encontró consuelo por ese camino, cualquiera que fuera —entiéndase, literatura, pintura, artes dramáticas, música u otras formas de expresión. Ahí, el sistema de recompensa, un circuito cerebral que nos permite repetir actividades con fines evolutivos y de perpetuación de la especie, en condiciones naturales estimulado por el amor, el sexo y la comida, se activa, nos gratifica, libera los frenos, nos engancha, y permite sobrevivir, a veces de forma adaptativa, a veces no.
Otras, como Nancy Andreasen, investigadora con reconocimiento mundial, han propuesto que se trata de una perspectiva diferente de vida, digamos, un paradigma cerebral ajeno a lo que estamos acostumbrados, que facilita entender las cosas como no logramos hacerlo la mayoría, y de ahí, el resultado de su genialidad. Que lo diga Salvador Dalí, que lo mencione David Bowie. Ella encontró un mayor número de personas con esquizofrenia o familiares con esta condición, por encima de lo esperado en la población mundial, en el grupo de galardonados con el premio Nobel. La historia de John Nash, famosa por la representación de Russell Crowe en A Beautiful Mind, empieza entonces a cobrar más sentido.
Los psiquiatras históricamente hemos cometido el error de creernos expertos en salud mental. Nada más lejos de la realidad. Desde nuestra formación —o deformación—, se nos llevó por el camino de entender, ahora sí, de buena manera, la patología mental, no su estado de bienestar. Es por eso que en foros de discusión pública se escuchan comentarios como “necesitamos más especialistas en psiquiatría para atender el número creciente de personas con depresión y trastornos de ansiedad”, señalando las bajas proporciones existentes de estos grupos de médicos disponibles para la población general, en particular en las zonas rurales de nuestro país. Y eso posiblemente es cierto, los ocupamos, pero, por desgracia, si no se hace una valoración más amplia, sería reafirmar este nefasto modelo donde procuramos buscar el tratamiento, no diseñar la prevención. Es ahí donde nos queda claro que no se trata de un tema que atañe solo del Ministerio de Salud o de la Caja Costarricense de Seguro Social; en estos ensambles, bajo perspectivas más integrales y realistas, tanto el Ministerio de Educación como el Ministerio de Cultura y Juventud tendrían papeles protagónicos en el cuidado de la salud mental de la población. Cualquier ataque contra ellos significa, paralelamente, un golpe a esta esfera del ser humano.
Porque es ahí donde el arte y la cultura, entre otros componentes, como los estilos de vida saludables, entendidos como la nutrición sana, la higiene del sueño, el uso juicioso de los recursos digitales, el deporte y los buenos lazos afectivos, podrían evitar que la avalancha arranque. Ejemplos como el Parque La Libertad y los programas de integración cultural de las distintas municipales, principalmente en personas en situaciones de vulnerabilidad social, entre muchísimas otras iniciativas o acciones, son, en realidad, las formas más efectivas —y, posiblemente, más baratas— de prevenir problemas de salud mental. Sí, hablamos de prevenir, no de tratar, que siempre resulta más costoso.
Ya lo expresó con claridad José María Chema Gutiérrez en su discurso de aceptación del premio Magón del presente año:
cuando se cuenta con políticas públicas claras y grupos que operan sobre la base de agendas colectivas centradas en la procura del bien común, se alcanzan metas que pueden ser percibidas como utópicas”.
Es ahí donde la cultura cobra su real valor, su verdadero sentido.
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