Es bueno salir de la rutina y buscar fuerzas que nos alimenten por otros lados. La montaña, por lo menos para mí, es algo parecido a un banquete espiritual, aunque regresar a San José implique un fastidio. La lluvia imparable sumada a los cientos de conductores intentando llegar a sus destinos. Cuando menos, las zonas rurales de Costa Rica son de los pocos sortilegios democráticos que quedan en nuestro país. Por la ventana del carro se logran ver numerosos arbolitos de café y drupas rojas como ornamentos de Navidad. Además de las viviendas colocadas con bastante distancia una de la otra, sobrias, y que desde hace bastante tiempo no han recibido una mano de pintura. Las zonas rurales costarricenses son mundos físicos custodiados por barreras naturales que sobreviven aún a la fuerza de las grandes ciudades.

A juzgar por las torres de apartamentos y edificios comerciales, habíamos llegado a la capital, pero no sin antes, quedar afónicos después de cantar durante horas el “playlist planchatón” de mi hermana. Aquellas canciones que se escuchan y se vocalizan con cierta narrativa de desahogo y despecho, paralela a la realidad. Esta vez fue más bien una sensación de melancolía pues el ánimo de la música popular a la que se le presta atención en estos días posee un aire musical muy distinto.

Nos pasa a todos, creemos que nuestra generación ha sido la mejor. Sin embargo, estoy convencida que la música tiene esa virtud del saber heredado y expresa lo que realmente piensa y siente una generación. Hablemos entonces de la música plancha o música para planchar, de la balada romántica en español que se popularizó de primera mano en las radioemisoras en los años 70 y 80. Estas canciones, casi himnos, se hicieron sumamente populares con este nombre porque la mayoría de adeptos eran personas dedicadas a los quehaceres del hogar. Cantantes de la vieja guardia como Pimpinela, Camilo Sesto, José José y Yuri, entre muchos otros, fueron escuchados con gran éxito.

El científico social Fabián Sanabria en su libro Tiempos para planchar rinde un homenaje a las empleadas de servicio doméstico e invita a estudiar lo que carga ese estigma, los vínculos entre gentes, tiempos, letras y melodías. En un resumen del mismo libro la antropóloga Mónica Cuéllar nos dice que tal vez el principal aporte del libro es mostrar que la música para planchar, además de convocar a las mujeres que cantan mientras  planchan,  cumplió  una  función heterotópica en cuanto propició escapatorias a realidades violentas (dictaduras, soledades,  responsabilidades  y  despechos)  y  que,  hoy  en  día,  desenmascara  “los  idilios rotos de la modernidad”-

Mientras recupero la voz no dejo de pensar dos cosas. Primero, la idea romántica de vivir en la montaña, regresar a la vida rural. Restaurar el vínculo con la naturaleza, recuperar memorias de mi niñez, visibilizar todo el conocimiento y el diálogo roto con la tierra. Segundo ¿no creen que sea tiempo de declarar la música plancha como patrimonio cultural?

Según la escritora Marta Sánchez las palabras dan forma a nuestro planeta. En el artículo Palabras como ecosistemas afirma que todas ellas siempre fueron y son válidas: las que aparecen en los diccionarios, las que susurraban bajito nuestras abuelas, las que nacieron en otros idiomas, las que se amparan en acentos, también aquellas que fueron despreciadas por venir de periferias y medios rurales. Cuando una lengua desaparece, muere un bosque, un hábitat, un prisma, una aldea, una manera única a través de la cual mirar y rehacer el mundo.

El patrimonio cultural no se limita a colecciones materiales sino también a estilos musicales intangibles y al acervo musical de las canciones que se cantan con ímpetu a pesar del tiempo transcurrido.

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