La complejidad es una oportunidad para ver el mundo de otra manera. El pasado 5 de octubre, tres físicos ganaron el Premio Nobel por temas que podrían parecer algo dispares. Mientras que Syukuro Manabe y Klaus Hasselmann recibieron el galardón por haber estudiado fenómenos climáticos, Giorgo Parisi lidió con ciencia de materiales. Papas con chayotes.

Lo que une esta aparente disparidad de temas, y que es lo que nos hará ver el bosque en lugar de los árboles, es el tema de la complejidad (que no debe ser confundida con el pensamiento complejo de las ciencias sociales, a pesar de sus puntos de contacto).

Mejor que definir la complejidad es iluminarla con ejemplos. Piense en una bandada de aves, una colonia de hormigas, o en un enjambre de abejas. El modus operandi tradicional de la física hubiera sido el de estudiar la abeja individual en el enjambre, y a partir de ahí tratar de obtener la mayor cantidad de características de este. Este procedimiento ha resultado ser históricamente muy, pero muy efectivo (por ejemplo, para explicar propiedades del aire a partir de sus moléculas) pero tiene sus limitaciones. Este procedimiento exitoso reduccionista es un “deporte de alto nivel” que solo se juega, sin embargo, en ciertas regiones del intelecto humano en su relación con la naturaleza. Y es que el siglo XX dejó expuesto lo limitado que puede ser este acercamiento para ciertos problemas, y la comunidad científica inventó otro “deporte” de sabor antirreduccionista: la complejidad.

La complejidad lidia con el todo, no con las partes. Así, en lugar de estudiar las abejas, se estudian las propiedades del enjambre que no se siguen del comportamiento individual de las abejas. “El todo es mayor que la suma de sus partes”. Existen propiedades del enjambre que no pueden reducirse al comportamiento individual de las abejas. Para ciertas especies de abeja, por ejemplo, el enjambre posee una memoria colectiva de muchos meses, lo cual es singular pues cada abeja no vive más que unas pocas semanas.

El enjambre es más inteligente que las abejas (a pesar de que está hecho solamente de abejas) y tiene “vida propia”, tiene su propia personalidad. Análogamente, la sociedad humana es más inteligente que cualquier persona particular, tiene “vida propia” y tiene su propia personalidad.

¿Qué tiene esto que ver con la física? ¿No era que la física estudia átomos y estrellas? Este es otro de los cambios que está ocurriendo. La física empezó definiéndose por su campo de estudio, pero cada vez más se define por su metodología. Cada vez el contenido importa menos que la estructura con la cual los elementos constituyentes (sean abejas o átomos) interaccionan entre sí. Podríamos decir que la sintaxis se vuelve más importante que la semántica. Entonces no importa ya si estamos estudiando el núcleo atómico, la cristalización del hielo, un enjambre de abejas o el mundo de las finanzas, lo importante es el parecido en la forma en que las estructuras están organizadas.

Estas propiedades del todo, del sistema, que no pueden ser reducidas a la sumatoria de rasgos individuales, reciben el nombre de “propiedades emergentes”. Las propiedades emergentes (la memoria del enjambre en nuestro ejemplo) vienen de la interacción de muchas partes pequeñas, que cooperan contra su voluntad a veces, para crear entes colectivos en los cuales no hay control central, es decir nadie manda y nadie es indispensable (a veces esto se llama “el mito de la abeja reina”).

Una de las propiedades interesantes de los sistemas complejos es que pueden mostrar una alta sensibilidad a condiciones externas (rasgo que comparten con los sistemas caóticos). Esta alta sensibilidad puede manifestarse en cambios abruptos. Para poner un ejemplo vigente, una sola persona que opte por no vacunarse podría (bajo ciertas condiciones) ser la diferencia entre que la pandemia desaparezca o que el 100% de la población se muera. El trabajo de Syukuro Manabe va por esta línea de pensamiento pero con los efectos de la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera.

La complejidad no debe confundirse con el caos (y el caos, a su vez, no debe confundirse con su significado coloquial de “desorden social”). El caos (“el aleteo de una mariposa puede causar un huracán en Texas”) puede ilustrarse con el siguiente ejemplo. El latín se convirtió, de manera caótica, en el español y en el francés. Caóticamente porque no había forma de saber qué iba a ocurrir con el latín con el paso de los siglos en cada región. Sin embargo, y por más ininteligibles que sean el español y el francés, hay una especie de orden estructural emergente que comparten el español y el francés (y todos los idiomas) en cuanto al uso de las palabras.

La distribución de las palabras más comunes guarda con las menos comunes la misma relación numérica que la distribución de ciudades grandes con ciudades pequeñas (en cualquier país o provincia del mundo), y la misma relación que las notas musicales más usadas con las menos usadas en las melodías de todas las músicas del mundo. Existen así leyes que los idiomas “saben” que tienen que cumplir a pesar del caos subyacente. Gracias a la complejidad, hay orden en el caos.

En este espíritu, el trabajo de Klaus Hasselmann calló a quienes decían que era imposible, en un sistema caótico como la atmósfera, hacer predicciones a largo plazo. Sí es posible encontrar patrones en sistemas que no muestren orden aparente, lo cual es justamente lo que logró hacer también Giorgo Parisi al estudiar sistemas desordenados de ciencia de materiales con experimentos mentales repetitivos asistidos por computadora.

¿Por qué debería importarle este tema a usted? Entre otras cosas, porque la sociedad podría tener propiedades emergentes que no dialogan con las personas individuales. Uno podría tener una sociedad feliz compuesta por personas amargadas; e, igualmente, una sociedad amargada compuesta por personas felices. La complejidad invita a una relectura y un repensamiento de planteamientos tradicionales.

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