La tradición cristiana se apropió de las Escrituras judías, tanto que san Justino (114-168 d.C.) le dijo a Trifón, en su obra Diálogo con Trifón, que los pasajes alegorizados en sus Escrituras (Antiguo Testamento) hablaban de Cristo, ya no de ellos. Esto al acusar a los judíos no solo de no entender las Escrituras —por lo demás, más que improbable, si nos atenemos al cuidado y rigor de la exégesis rabínica—, de falsificar además los propios textos (J. Pelikan).

Los cristianos se percataron que las diferencias textuales entre el texto hebreo del Antiguo Testamento (AT) y la Septuaginta (o traducción de los Setenta) eran suficiente para demostrar sus acusaciones, aunque nunca hicieron comparecer a los judíos. Claro está que esto se debió no a la superioridad de la exégesis cristiana patrística, o al conocimiento o a la lógica, sino al nulo interés de los judíos por hacer proselitismo.

La obsesión de los Padres de la Iglesia por el libro del Éxodo es abrumadora y termina con san Agustín (354-427 d.C.), en particular por Éxodo 3,14: “Yo soy el que soy”. En el caso de la exégesis rabínica, fue Filón de Alejandría (20 a.C.-45 d.C.) en De la vida de Moisés que escribió: “Diles que soy el que soy, para que sepan la diferencia entre lo que es y lo que no es”. Esta cita es interpretación de la Septuaginta (LXX) y de una paráfrasis platónica en cuanto a los “matices ontológicos”. Por esto Filón resultó tan importante para los cristianos durante los primeros siglos.

Además, la exégesis rabínica no prestó interés por el texto ehyeh asher ehyeh (“Yo soy el que soy”), pero, contrariamente, el Evangelio de Juan (8,56-58) convirtió en un arrebato de Jesús las palabras de Yahvé a Moisés. Juan evangelista juega con y contra el magnífico juego de palabras del Yahvista (escritor sagrado) y del ehyeh (H. Bloom). Isaías 45, 7 es contundente ontológicamente respecto de Yahvé: “el que forma la luz y crea las tinieblas, el que causa bienestar y crea calamidades, yo soy el Señor, el que hace todo esto”. Sin embargo, la traducción de “calamidades” en el texto -en otras traducciones, “adversidades”-, como usualmente se traduce, no corresponde con la palabra hebrea “roa”, la cual —literalmente y sin lugar a dudas— debe traducirse por “el mal”, pues tal es el señorío y poder de Yahvé que hasta el mal fue creador por Él, pues no hay más Dios que Él, en sentido radical.

La licencia de Rudolf Bultmann al interpretar Juan 8, 56-58 fue equiparar el yo soy de Jesús con el yo soy del Dios de la revelación del Éxodo. Es la idea de la preexistencia del revelador (Jesús), lo cual es un a priori. No basta con justificar todo lo que sigue del texto con “Antes de que Abraham existiera,/ Yo soy”, refugiándose en la fe de la preexistencia de Jesús. En un monoteísmo duro (véase Isaías 45,7), Dios no puede haber sido padre e hijo a la vez, pues todo padre precede al hijo en el tiempo, y, si fueran coexistentes, serían más bien hermanos gemelos, como lo señaló el Rabí David Kimhi (1160-1235 d.C.) hace siglos.

Es plausible pensar que, dado que el Evangelio de Juan fue escrito a finales del siglo I d.C., el escritor tuvo tiempo suficiente para que las esperanzas apocalípticas se enfriaran, y desarrollar así la idea de tardanza de la segunda venida del Cristo, así como desarrollar la identificación entre Yahvé y el Cristo, aunque ciertamente esta identificación (Padre e Hijo) no sea ontológica en el contexto judío (bíblico y de la exégesis rabínica). Y si nos atenemos a la historia de la exégesis cristiana en general, por ejemplo, Jesucristo, Dios Padre, la totalmente original Bienaventurada Virgen María y el no judaico Espíritu Santo, este último muestra muy poca relación con el espíritu de Yahvé que aleteaba de manera creativa sobre las aguas en el relato del Génesis. O el muy discutible Reino de Dios interpretado por los cristianos como el Reino de Jesús. Hay mucho más revisionismo joánico discutible exegéticamente.

Sea religioso o laico, ningún texto da cumplimiento a otro, y quien diga lo contrario homogeniza la literatura y miente a los demás y a sí mismo (H. Bloom). La ansiedad del Evangelio de Juan da la sensación de que este, en muchos sentidos, es una metáfora evidente para una secta o grupúsculo que sufre una crisis de fe.

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