Amparo se agachó junto al cuerpo inconsciente de Aníbal, apestoso a vómito y alcohol. Le introdujo la mano en los bolsillos, pero no encontró nada. A como pudo le volteó el cuerpo empujándolo del hombro y con la mano libre tanteó hasta encontrar la billetera. Ahí estaba el sobrante del salario después de una noche en la cantina, cincuenta mil colones que debían estirarse para llenar los estómagos de sus once hijos. Estaba Amparo alisando los billetes, la espalda hacia el marido, cuando éste se incorporó apoyándose en la mesa. Se abalanzó sobre la mujer y agarrándola del pelo la hincó y le arrebató los cinco billetes. Aníbal caminó en un círculo por la sala, encendiendo los bombillos, diciendo en voz alta de borracho: “Esta es mi casa y yo soy el que dice qué se hace con la plata”. Se detuvo frente a Amparo, se agachó hasta quedar cara a cara y ahí, a centímetros de sus ojos, acarició un billete con los dedos, y empezó a rasgarlo lentamente a la mitad; los dos fragmentos flotaron hasta el suelo, y continuó uno a uno con los otros... A la mañana siguiente, Amparo le pagaba al pulpero con dos billetes cruzados al medio con cinta transparente.

Todos conocemos historias como esa, a veces cercana, íntimamente, a veces sólo de lejos. La reacción común es repudiar a Aníbal e imaginarlo un monstruo, la cara roja, hinchada, una persona mala, un ser despreciable. Esa idea se acomoda bien con una visión en la que el mundo es habitado por gente buena y gente mala. Uno puede quedarse con esa versión: es cómodo pensar que yo soy el bueno y los otros los malos, y que yo no soy ni nunca actuaré como ellos. Sin embargo, si nos detenemos ahí, no sólo estaríamos ignorando la historia completa, los orígenes y antecedentes de lo que hoy vemos, sino que nos negaríamos un entendimiento más hondo de la naturaleza humana —de nosotros mismos— y, lo más importante, la voluntad y la capacidad de ser humanos más sabios y compasivos. En esta publicación le planteo una pregunta grande, difícil, que si es contestada honestamente es capaz de llevar a la última frontera de la empatía. Primero conozcamos la Teoría de la Mente.

La Teoría de la Mente es el nombre dado a la capacidad de atribuir pensamientos y emociones a otros individuos. Al escribir, yo intento predecir lo que usted va a pensar y sentir ante las ideas que le expongo. Cuando usted conversa con su pareja y nota una mirada esquiva, los ojos nerviosos, enseguida trata de adivinar: ¿Me está mintiendo? E inclusive los dueños de mascotas dicen: “Doggy se siente culpable por orinar anoche en la alfombra”, y los niños dan voz, deseos y emociones a sus muñecos y amigos imaginarios. Esta capacidad mental, indispensable para las relaciones y básica a tal punto para pasar desapercibida, no se desarrolla sino hasta los cuatro años. Hay un experimento curioso que lo revela. Imagine que a Andresito, un niño de tres años, lo llevamos a un cuarto con juguetes y le damos un oso para que se entretenga. Yo anuncio que abandono el cuarto y con Andresito guardamos el oso en una caja roja. Durante mi ausencia, usted le dice al niño que saque el oso y lo lleve a otra caja, una azul en el rincón del cuarto. Entonces yo regreso. Y aquí viene la parte interesante. Si le preguntamos al niño, “Andresito, ¿en cuál caja Eduardo va a buscar el oso?”, él va a contestar que en la caja azul del rincón, la segunda. ¿Por qué? Porque Andresito no puede concebir que yo no sé algo que él sí sabe; aún no es capaz de atribuir a otros un contenido mental diferente al suyo.

La Teoría de la Mente es sólo el primer paso para la empatía. Después de los cuatro años atribuimos a los demás una mente diferente a la nuestra, pero mucha gente avanza poco después de eso; se quedan con un entendimiento básico y la mente de las personas les parece un laberinto: un católico no comprende cómo un ateo puede vivir en un mundo sin Dios, y un ateo no concibe por qué un católico necesita amigos imaginarios. Un hombre especialmente varón de sesenta años ve aborrecible el beso de una pareja gay en la calle, y la pareja gay no logra comprender cómo alguien puede ser tan retrógrado. La lista puede continuar hasta el infinito.

Hay un grupo de casos con los que yo me siento comprometido: la pobreza, la drogadicción y la indigencia. Tengo un amigo llamado Grillo. Oriundo de Los Santos y radicado ahora debajo de un puente en Hatillo 8, Grillo no tiene más edad que yo, habla con tartamudeos frecuentes desde que le quebraron el cráneo con un tubo de hierro, y se gana la vida vendiendo rosas y grillos hechos de palma entre los carros que hacen el semáforo en Hatillo Centro. También vende las violetas marchitas que le regalan en un vivero y es por eso que más viene a tocar el portón de mi casa —las vende a mil colones—. En muchas conversaciones, con amigos, con familia, he escuchado el argumento de que Grillo y otra gente como él son gente que ha desaprovechado oportunidades, que han traicionado la confianza de sus familias, y que si no toman la decisión de vivir mejor es porque simplemente no quieren hacerlo; algo similar a lo que suele escucharse de las familias numerosas que solicitan ayuda social: “¿Quién los manda a tener tantos hijos sin poder mantenerlos?”.

Imaginemos un escenario: ¿Qué haría yo si estuviera en el lugar de Grillo? Amanezco a mitad de la madrugada empapado por las goteras en un puente de Hatillo 8. No tengo familia que me reciba ni lugar donde me regalen desayuno. Aprovecho los chorros que me caen encima para asearme y antes del amanecer me encamino a los semáforos. Tampoco tengo una profesión, pero voy a conservar mis malabares. En el semáforo haría maromas y pediría por las ventanas de los carros. Con la mente libre de desequilibrios químicos por el crack, el autoestima intacto, mi optimismo boyante, trataría de ganar mínimo diez mil colones diarios, cinco para el cuarto, cuatro para la comida y uno para el ahorro. Y en seis meses trataría de reconquistar a mi familia, bien limpio y con el dinero ahorrado. Viéndolo de esta forma parece que Grillo no decide una vida diferente sólo porque no lo quiere. Pero esta historia de mi vida en lugar de la suya es tan falsa, que de inmediato evidencia lo absurda que es la pregunta al inicio del párrafo, “¿Qué haría yo si estuviera en su lugar?”, y sin embargo es la pregunta de la que se suele partir para juzgar a los demás.

La pregunta que nos lleva a la última frontera de la empatía es esta: Si yo fuera Grillo, con su historia, sus hábitos, sus debilidades, sus deseos, sus miedos, su inteligencia, sus emociones, si yo hubiera nacido donde él nació, con sus genes, en su situación actual, ¿qué es lo que haría? ¿Cuáles decisiones estarían a mi alcance? Las decisiones no suceden en un vacío. Grillo decide determinado por cada fragmento de su persona y su historia hasta este instante. Los diez mil colones, o más, los gasta en breves pero múltiples golpes al cerebro de los vapores del crack, y lo que sobra de los grillos y las violetas, en algo de comida para no morir de hambre. Decisiones como esta son estúpidas sólo al ser vistas desde afuera, como un observador, pero desde adentro de Grillo, desde su universo subjetivo, son la única decisión posible, el único camino abierto. Piense en las decisiones que usted tardó en tomar, o en las que aún tiene pendientes, y ha sido así por la incapacidad para tomarlas.

Si pudiéramos tener acceso completo a sus mentes, no podríamos no comprender a los enemigos, a los papás borrachos e incluso a los homicidas. Esto es posible sólo en un lugar: la literatura. Tiempo atrás leí La ciudad y los perros, una novela de Mario Vargas Llosa. Ahí nos encontramos al Jaguar, adolescente rubio, de piel curtida, fugado de su casa desde niño y hecho hombre junto al Flaco Higueras, ladrón de casas adineradas. Durante la novela, conocemos a tal detalle la historia de Jaguar, su amor puro por Teresa, su código de ética, su resistencia temeraria a los abusos de los estudiantes de grados superiores en el Colegio Militar Leoncio Prado, tanto llegamos a comprender sus motivaciones, que cuando en una práctica de tiro apunta el rifle desde lejos al Esclavo y le dispara en la nuca, es imposible repudiarlo, y después sentimos alivio cuando queda absuelto del asesinato, y celebramos cuando al final de la novela, ya hombre honesto y trabajador decente, se reúne y se casa con Teresa. Lo mismo sucedería con Grillo, y hasta con Aníbal.

De hecho, Aníbal fue mi abuelo paterno. Murió casi veinte años antes de que yo naciera y la historia al inicio de la publicación fue una de las muchas que me permitieron entender mejor a mi padre. Hace poco hablaba con él y se preguntaba por qué sus papás nunca tuvieron reservas en procrear once hijos sin tener seguro cómo mantenerlos. Entre tantos hijos, el padre agresor, las carencias, fue sólo cuestión de tiempo para que mi padre iniciara su trágica historia.

Alcanzar la última frontera de la empatía no se trata de aceptar los abusos, de permitir que los fuertes abusen a los débiles, que los resentidos se venguen de los ostentosos, de fomentar el crimen o que las familias se abulten sin ninguna planificación. De lo que se trata es de entender los orígenes reales de los problemas, de darnos cuenta de que los enemigos no son los otros, sino el odio, el hambre, el egoísmo, la indiferencia, los rencores; se trata de expandir la mente, de abrir el pecho, de ser compasivo y abandonar el simplismo de buenos y malos; se trata de comprender y perdonar; se trata de no juzgar, de no criticar... Se trata de construir.

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