No es infrecuente escuchar que los educadores se quejan de que las familias no colaboran lo suficiente. Por su parte, también suele escucharse a las familias quejarse de que las escuelas no hacen lo suficiente por el aprendizaje de sus hijos. Y posiblemente ambas partes tienen razón, pues educar apropiadamente a un niño es una tarea muy compleja, que implica un conjunto de dimensiones, aspectos y acciones difíciles de enlistar de forma exhaustiva y todavía más difícil abordar siempre bien, y que van más allá de la capacidad de las familias por sí solas, así como de las escuelas por sí solas.
En el actual contexto de pandemia, he tenido la oportunidad de conocer de algunos casos de padres y madres de familia que se han quejado de tener que ayudar más en la educación de sus hijos debido al confinamiento y la consecuente educación a distancia. También, he escuchado a varias educadoras decir que necesitan más apoyo de las familias para que las y los estudiantes puedan asimilar el material didáctico, cumplir con sus deberes escolares, avanzar en el programa de estudios y construir los nuevos aprendizajes esperados.
Esta pandemia le ha mostrado a muchas madres y padres que encargarse de la educación académica de las y los niños no es una tarea fácil. Por ejemplo, si hacerse cargo de la educación formal de dos o tres niños en casa no es sencillo, se puede imaginar cuánto más difícil es hacerse cargo de 20, 25 o 30 estudiantes en una sola aula, cada uno con sus propias fortalezas y debilidades. Y esto es solo una faceta de la crianza: la educación académica, que configura solo un área dentro de la amplitud de los procesos de socialización, crecimiento, desarrollo y aprendizaje de un niño.
Reconocer la dificultad inherente del proceso de crianza es un buen primer paso para entender por qué es necesaria la participación activa y comprometida de toda la comunidad y del Estado al respecto. Ni las familias por sí solas, ni las escuelas por sí solas, se bastan para lograr un proceso educativo exitoso, se requiere de la complementariedad y del compromiso de ambas partes, junto al apoyo del resto de la sociedad. Hoy sabemos que mucho del potencial de aprendizaje con el que llega un niño a la educación preescolar depende en amplia medida de la estimulación y apoyo que haya recibido en su entorno durante sus primeros años de vida (Berlinski et al., 2015).
Por otra parte, investigación reciente (Sharma & Borah, 2020) plantean que la violencia intrafamiliar ha aumentado como consecuencia de la pandemia, dado que el confinamiento, la pérdida de fuentes de ingreso, las múltiples dificultades derivadas de la crisis sanitaria y el estrés, pueden influir en aumentar diversas formas de violencia, especialmente contra niños y mujeres.
Asimismo, las comunidades, los municipios y el sector privado pueden aportar mucho más a la oportuna y adecuada atención integral que requieren las familias y de manera muy especial sus niñas, niños y adolescentes. Por ejemplo, las asociaciones de desarrollo comunal pueden incluir un eje permanente de niñez y adolescencia en su trabajo, los municipios pueden crear oficinas que den asesoría y apoyo a las comunidades, y el sector privado puede patrocinar estos esfuerzos, además de crear sus propios programas de responsabilidad social empresarial que incluyan la atención a personas menores de edad basada en evidencia científica, no en popularidad.
Por otro lado, las instituciones de salud y de protección social necesitan cambiar su enfoque y sus prácticas, para pasar de un modelo predominantemente reactivo a uno más enfocado en lo preventivo, que a través de un trabajo analítico serio, desarrolle la capacidad de anticiparse a las necesidades y abordar más eficazmente los factores críticos para mejorar la salud y la protección social.
Al mismo tiempo, las universidades pueden articularse más con las comunidades externas a ellas, fortaleciendo las acciones de extensión existentes, así como creando otras nuevas que aborden las necesidades emergentes de las familias en el actual contexto pandémico. También pueden procurar que sus acciones de investigación sirvan para dar mejores respuestas a tales necesidades y a comprender las problemáticas más profundas de las que estas son parte.
¿Qué pasa cuando el pueblo entero coopera para criar a sus niños? Pues que las posibilidades de que las personas crezcan sanas, felices y alcanzando sus mayores potenciales se incrementan grandemente, pudiendo así contribuir mejor al desarrollo de su sociedad en diversos campos, al mismo tiempo que se reducen la pobreza, la desigualdad, la violencia y la criminalidad (Berlinski et al., 2015; Gertler et al., 2014; Laible et al., 2019). Lamentablemente, muchos de nuestros tomadores de decisión parecieran todavía no ser lo suficientemente conscientes de esto.
Todo lo anterior requiere algo así como un director de orquesta y Costa Rica cuenta con ello en la ley, se trata del Sistema Nacional de Protección Integral (SNPI), consignado en el capítulo IV del Código de Niñez y Adolescencia, que bien podría funcionar bajo la premisa del título de este artículo: se necesita un pueblo entero para criar bien a cada niño, pero que, según lo documentó un estudio del Instituto de Estudios Interdisciplinarios de la Niñez y la Adolescencia (INEINA) de la UNA (Chaverri et al., 2015), no opera como debería, aunque puede reformarse para lograrlo, tal como lo explica este trabajo. ¿Prestarán atención las y los tomadores de decisión?
Referencias
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