Varios amigos me han contactado, con auténtico asombro y horror, para comentar sobre lo acontecido en Sídney, en donde dos hombres salieron a matar judíos que celebraban una fiesta en una playa. A todos les he dicho lo mismo: lo único asombroso, amigo(a) mío(a), es que esto te asombre. Te explico:
Cada generación se felicita por haber aprendido de la historia… y luego procede a repetirla. En cada época se inventa una nueva justificación “razonable” para atacar a los judíos. Siempre se presenta como moderna, basada en datos, incuestionable y, sobre todo, diferente a todas las anteriores.
Primero aparece una calumnia. Se acusa a los judíos de algún crimen macabro que explica las angustias de la sociedad: asesinato ritual, envenenar pozos, corromper la pureza racial, desatar plagas, controlar los bancos, cometer genocidio.
Lentamente al principio, y luego de forma súbita, la mentira gana legitimidad. Antes eran tiranos que necesitaban un chivo expiatorio para canalizar la ira y la frustración de los pueblos que ellos mismos habían empobrecido; hoy sigue habiendo de eso, pero también la empujan petrodólares que financian universidades y compran medios y ONGs que han descubierto una mina de oro en la propagación de la furia y la indignación.
“No es personal”, nos explican ilustres académicos e informados periodistas. “Eso de odiar a los judíos por ser judíos ya no se usa. Hoy solo odiamos lo que representan: racismo, colonialismo, nacionalismo, apartheid… en fin, todos los males de la sociedad. Pero ojo: nada de esto tiene que ver con que sean judíos. Que justo ellos, otra vez, resulten ser lo más malo del mundo es pura coincidencia”.
Ah, todo bien, entonces. Es aquí en donde se suman, por millones, los idiotas útiles, ansiosos de apuntarse con la causa de moda para validar sus credenciales morales y presentarse como la punta de lanza del progreso.
El odio se normaliza. A los judíos se les acosa en las universidades, se les intimida en el transporte público, se les persigue en las calles. Aparecen las ventanas rotas, los comercios vandalizados, las sinagogas atacadas, pero todo esto son “actos aislados de unos cuantos locos”, y cuando el patrón se vuelve innegable, se justifican como “consecuencias lamentables, pero entendibles” de las acciones de los judíos (a quienes, de nuevo, no odiamos por ser judíos, cosa que sí sería reprochable. Esto no; esto es noble).
Y entonces la violencia escala. Al principio las muertes son “trágicas”. Pronto se justifican. Finalmente se celebran. Los judíos (contra quienes no tenemos nada, ojo) se lo merecen —si no fueran herejes, capitalistas, comunistas, globalistas, nacionalistas, parásitos, colonizadores… si tan solo hubieran salido de Europa, o se hubieran quedado ahí. Si tan solo hubieran desaparecido, o al menos renunciado a esa estúpida idea de tener un país propio en donde refugiarse de nuestra bondad y nuestro amor.
Claro, hubo errores en el pasado: expulsiones, inquisiciones, pogromos, masacres. Pero eso fueron los últimos dieciocho o diecinueve siglos nada más. En muchos lugares se les permitió vivir en paz con derechos limitados, y en Alemania hasta prosperaron… y ahí vivieron felices para siempre. Bueno, casi… cometimos otro error, pero lo han exagerado. Además, ¡qué majadería con ese asuntico! ¡Eso ya pasó! Así que no se entiende por qué insisten en que necesitan un país propio, en lugar de vivir tranquilamente entre nosotros, quienes —salvo rarísimas excepciones— siempre los hemos amado y protegido.
Pero son tercos. No escuchan razones. Se lo han buscado. Y que quede claro: esto no es odio primitivo, ciego y vulgar como el de antes. Eso lo rechazamos. Lo nuestro es repulsión moderna, humanista y perfectamente justificada. ¿Se entiende, verdad?
Listo. Está clarísimo. Atacar, acosar o discriminar a judíos por ser judíos está mal. Hacerlo por lo que los judíos representan no solo es permitido, sino noble. Exigirles que renuncien a su religión es reprochable. Exigirles que renuncien a su tierra (aquella en torno a la cual giran su identidad, su historia, su cultura y su fe, y sin la cual todo eso pierde sentido) y que confíen en nuestra protección, probada una y otra vez a lo largo de los siglos, en lugar de procurarla ellos, eso sí está perfectamente bien (pero ojo que nadie les pide explícitamente que dejen de ser judíos, así que esto no es antisemitismo ni nada parecido).
Finalmente, décadas o siglos después, surge la pregunta: ¿cómo pudo pasar esto? ¿Cómo personas buenas, educadas y racionales se comportaron como una manada de borregos, convencidas de que todos los males del mundo cabían en un grupo minúsculo (el mismo de siempre), y se abalanzaron sobre él como una jauría?
La respuesta nunca cambia: mentiras repetidas hasta parecer verdad, cobardía disfrazada de virtud, y conformismo confundido con valentía.
Distinta excusa, el mismo guion, siempre.
¿Te sigue asombrando lo que pasó en Australia?
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