Era de esperarse que escribiera sobre comunicación, aunque mi idea de volver a compartir estas columnas no es llenarlos de teoría, como si estuviera dando clases. Sin embargo, es parte de mí, y en estos tiempos hablar o comunicar es importante. Hoy día, tenemos tantas formas de estar conectados y a la vez tan incomunicados, por eso pienso que es aún más necesario sentarse a hablar.
Eso: sentarse a conversar, a hablar, a compartir con quienes están más cerca o con extraños —casi que da igual—. Hay una urgencia de hablar, de participar activamente y sin distractores tecnológicos de ese ritual conmovedor que es conversar con el otro. Antes, esperando el bus o haciendo fila en un banco, se entablaban conversaciones que arreglaban el mundo y nos llenaban el alma.
¿Se han dado cuenta de que ya nadie se toma el tiempo para conversar un rato, entre extraños o conocidos? Y no hablo de las conversaciones ejecutorias y mandatarias de las normas de cortesía, sino de esas tertulias en las que compartíamos recetas de medicinas caseras, historias de los barrios, conversaciones sobre la comunidad, la sociedad, la lotería o las tendencias políticas nacionales y extranjeras que nos entretenían más que separarnos.
Ahora hablar de política es peligroso: por un golpe al hígado o por una decepción.
Un día de estos estaba en una cafetería en el centro de San José y aproveché, porque andaba en la cartera un libro que estaba esperando un espacio de tiempo para ser leído, aunque fuera en carrera. Me senté, pedí un café, saqué el libro y respiré hondo. Al hacer esto, volví la mirada hacia los demás comensales: todos éramos individuos sentados en mesas destinadas a cuatro personas, y los demás tenían su computadora o su teléfono como compañía. Dije “buenos días” y recibí de vuelta un par de sonrisas sonsacadas, pero nada más.
Nadie continuó el saludo ni me preguntó algo más. Inclusive dije: “Seguro va a llover…”, y el más distante asintió con la cabeza y volvió la mirada. Durante los siguientes minutos todos estuvieron callados, sumergidos en los aparatos que nos robaron el tiempo.
Yo no leí. No pude. Me puse a observarlos y logré hablar un poquito con la persona que me estaba atendiendo, pero fue una conversación cortada, en carrera y forzada.
¿Por qué nadie quiere hablar sobre cualquier cosa que nos lleve a conectarnos un momento? Hay un miedo colectivo a sentir empatía o, al menos, un poco de simpatía momentánea.
Esa semana tuve que ir a un banco. Obviamente llevé mi libro. Pensé que duraría un buen rato esperando mi turno y que volvería a tener la oportunidad de hacer el laboratorio de conversar con alguien. Tampoco pude, porque las máquinas que reemplazaron a los humanos en los bancos solucionaron rápidamente mi consulta y me devolvieron casi desde la puerta a hacerlo todo por una aplicación que debía descargar en mi teléfono.
Qué angustia la que sentí. Tengo que lidiar con esos chats para evacuar dudas o hacer trámites donde, por supuesto, una no-persona de inteligencia artificial estará más que dispuesta a ayudarme con mis requerimientos. Ya no quedan humanos en servicio al cliente.
Compartir, conversar, hablar paja para conectar con personas —sí, humanas— es necesario para nuestra salud mental. El vínculo entre la comunicación, el desarrollo neuronal y la segregación de oxitocina, dopamina o serotonina que nos puede producir conversar con alguien es tan necesario para la buena salud —y también para la raza humana— que no podemos seguir en esta autoextinción solapada de la separación y la indiferencia.
Nos vamos a morir de soledad, todos juntos, con un aparato en la mano, pidiendo ser amigos.
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