En tiempos de sobreinformación y algoritmos ansiosos, las mentiras viajan más rápido que los hechos. Esta semana circuló en redes una cita supuestamente atribuida a Harrison Ford en defensa de Bad Bunny tras su confirmación como artista principal del halftime show del Super Bowl 2026. Según la frase —inventada, claro—, el actor habría dicho que “la música no se trata del idioma, sino del sentimiento”. No existe tal declaración. Ningún medio serio la registró. Fue un post de Facebook reciclado en X y TikTok para rascar clics, corazones y debates imaginarios.

Ford nunca dijo esto: Recontrafakenews. Ford nunca dijo esto: Recontrafakenews.

Lo curioso es que, aunque la noticia sea falsa, el trasfondo que la hizo creíble sí dice algo real: Bad Bunny incomoda. Incomoda porque no canta en inglés, porque no disimula su acento, porque no se ajusta al molde del mercado anglo que siempre exigió traducción o asimilación para abrir sus puertas. Y, guste o no su música, esa resistencia tiene mérito. Aclaro, porque nobleza obliga, que yo no podría ser menos fan de su obra. Apenas surgió, juré (¿manifesté?) que sería una moda pasajera. Me equivoqué.

Antes de que me crucifiquen: mi falta de afinidad con Bad Bunny no tiene nada que ver con esnobismo ni con desprecio al género. Crecí en Turrialba escuchando a El General, Red Rat, Big Boy, Latin Fresh y demás sospechosos usuales del género. Bailé (o intenté bailar, para ser más preciso) esas canciones, las disfruté y las sigo recordando con cariño. No vengo de ninguna burbuja cultural: sé perfectamente lo que representó aquel sonido caribeño que sonaba en todas las fiestas del colegio y en los buses de la época. Simplemente, el fenómeno Bad Bunny nunca empató conmigo. Ni su voz, ni su flow, ni sus letras me resultaron atractivas. Lo escuché con la curiosidad que uno reserva a lo que mueve masas, sin establecer una conexión particular pero con auténtica curiosidad por el fenómeno.

Que a mí no me guste, de ninguna manera lo invalida. Uno puede reconocer el impacto y significado de un artista sin necesidad de sumarse a la fila. Es desde ahí, desde esa distancia honesta, que considero que vale la pena observar lo que el boricua ha conseguido.

Hay hechos que no se discuten. Benito Antonio Martínez Ocasio dejó de ser “solo otro reguetonero” para convertirse en un fenómeno cultural con impacto medible. Su influencia trasciende los charts y los premios: se manifiesta en la economía de su país, en la autoestima de una generación y en la forma en que la industria global del entretenimiento empieza a reconocer el español no como exotismo, sino como lengua legítima de masas.

Más allá del espectáculo hay méritos que conviene reconocer. Este año, por ejemplo, Bad Bunny llevó a cabo en San Juan su residencia No Me Quiero Ir de Aquí, una serie de más de treinta presentaciones en el Coliseo de Puerto Rico José Miguel Agrelot. Según estimaciones de la agencia oficial Discover Puerto Rico y medios internacionales como Hypebeast y El País, la iniciativa generó entre 200 y 400 millones de dólares en impacto económico directo e indirecto para la isla, con más de 600 000 visitantes y miles de empleos temporales asociados al turismo, la hotelería y el entretenimiento. La residencia también impulsó a diseñadores, músicos y productores locales, al punto que Vogue destacó su efecto en la economía creativa y de la moda puertorriqueña. Más que un triunfo personal, fue un caso de política cultural de impacto masivo.

Pero si la residencia en San Juan fue un recordatorio de su arraigo, el próximo Super Bowl de 2026 elevará ese mensaje a escala planetaria. Su presentación en el show de medio tiempo no solo marcará la primera vez que un artista puertorriqueño encabeza el evento más visto de la televisión estadounidense, sino que también consolidará un gesto político sin pancarta: cantar en español ante 120 millones de espectadores en el corazón del espectáculo anglo. En un país donde uno de cada cinco habitantes tiene origen latino, y en plena era de endurecimiento migratorio bajo el nuevo gobierno de Donald Trump, Bad Bunny no necesita discursos: su idioma, su acento y su identidad bastan para incomodar al poder.

Es, en términos de diplomacia cultural, soft power en su forma más pura: el triunfo de la visibilidad sobre la traducción. Y aunque no todos compartamos su gusto musical, lo cierto es que pocos artistas vivos representan tan bien el pulso del momento: un mundo que ya no espera permiso para hablar en su propio idioma.

El rol público de Bad Bunny no se limita al escenario. En 2019 se sumó a las protestas masivas que derivaron en la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló, y habló ante la multitud en San Juan, convirtiéndose en uno de los rostros culturales del “Ricky renuncia”. En 2022 lanzó El Apagón – Aquí vive gente, un videodocumental con la periodista Bianca Graulau que denuncia la gentrificación, el colapso del sistema eléctrico (LUMA) y la dimensión colonial del modelo económico de la isla. En 2025, además, anunció que excluiría a EE. UU. de su gira por temor a redadas de ICE contra su público, decisión que elevó el debate migratorio alrededor de su figura.

La elección de la NFL, Apple Music y Roc Nation de poner a Bad Bunny al frente del espectáculo de medio tiempo el 8 de febrero de 2026 en Santa Clara no es neutra: llega tras la aludida exclusión de fechas en EE. UU. y en plena polarización sobre migración e identidad. La confirmación oficial encendió apoyos y rechazos —desde su monólogo en SNL (“tienen cuatro meses para aprender”) hasta peticiones para reemplazarlo—, señal de que el show será leído también como un acto político, no solo como entretenimiento.

Al final, el mérito de Bad Bunny no está en su música sino en lo que representa: la afirmación de una identidad que históricamente fue empujada a los márgenes. Es fácil burlarse del “conejo malo”, pero cuesta más aceptar que detrás de su éxito hay una generación entera que dejó de traducirse para ser escuchada.

Dato D+: Bad Bunny fue el artista más reproducido del mundo en Spotify durante tres años consecutivos — 2020, 2021 y 2022 — con un total combinado de más de 36 mil millones de reproducciones, según los informes oficiales Spotify Wrapped de cada año.

El idioma, al fin y al cabo, no es solo un medio: es un territorio. Y cuando un artista latino canta en español en el escenario más grande del planeta, ese territorio se expande un poco más. Aunque no lo entendamos, aunque no lo bailemos, aunque no nos guste, ahí está la señal de que el mapa cultural del mundo cambió y ya no gira en un solo eje.

Más allá del fake news viral, del Super Bowl y de las discusiones sobre gusto, la verdad es que Harrison Ford no necesitó defender a Bad Bunny. Las cifras ya lo hicieron.