Las ciudades y la política tienen más de 2000 años de existir y funcionar de manera relativamente estable, predecible y eficiente. Esto es, las buenas ciudades y la buena política. Ambas convergen en torno al ciudadano, que es el habitante de la ciudad y actor político principal.
Hace 2 millones de años fuimos exploradores, cazadores y recolectores. Nos movíamos mucho y necesitábamos asentamientos pequeños, de huella liviana y muy manejables. La consigna era migrar. Pero, hace diez mil años domesticamos la agricultura y aprendimos a producir comida en lugar de salir a buscarla al bosque. Esto tuvo como consecuencia la generación de excedentes, lo cual generó disparidades de poder, a favor de quienes controlaban los excedentes. Esto dio pie al intercambio de bienes y la creación del mercado, a la creación del dinero y a los orígenes del patriarcado, donde el hombre se creyó dueño de todo, incluida la naturaleza, incluida la mujer y otros seres humanos.
Sucede que ahora somos muchos: 8.000 millones de seres humanos habitando en comunidades de alta huella ecológica, extrayendo recursos naturales de manera indiscriminada e insostenible de la biósfera, le pone muchísima presión a la convivencia en sociedad, a la armonía entre seres humanos y a la buena gobernanza pública.
En su libro “Tribus morales”, el profesor Joshua Greene de la universidad de Harvard argumenta que el número ideal de personas en una comunidad para conocerse a fondo y reconocer lo que le conviene a la colectividad es de 160 individuos. A partir de esa cifra empieza a ser más difícil tener contacto cercano con más personas, aumenta la dispersión de intereses y la diversidad cultural y etárea, lo que hace más desafiante la respectiva gobernanza.
Aún ciudades pequeñas como el Gran Área Metropolitana (GAM) de Costa Rica, con 2 millones de habitantes, tiene enormes complejidades de gobernanza. Además de que convergen en ella cuatro jurisdicciones provinciales y reúne a una amplia cantidad de cantones cuyos alcaldes de elección popular tienden a enfocarse en la jurisdicción cantonal que les corresponde por mandato legal. No hay autoridad pública a cargo de la gobernación de las provincias. Encima de todo, gestionar servicios públicos, en esta extensión territorial, para esta población, está teniendo notorios desafíos que degradan la calidad de vida en la ciudad.
Sigue siendo cierto que la vida en sociedad podría ser más eficiente si se administran bien los recursos naturales y los servicios públicos. Transporte, seguridad, administración de la salud, administración de la justicia, calidad del aire, potabilidad del agua, educación, son servicios cuyas eficiencias permiten un mayor crecimiento de la población, un aumento en la calidad de vida y un desarrollo socioeconómico colectivo a lo largo del tiempo.
Pero si la administración de las ciudades es ineficiente, entonces sucede todo lo contrario: colapso vial, inseguridad, mala o nula administración de la salud y de la justicia, contaminación de aire, carestía de agua, mala educación.
Dos formas en que la ciudadanía puede atender de manera más eficaz las necesidades que tiene el ser humano al apoyarse en el bien común son: la creación de alianzas público privadas formales o informales, para que la ciudadanía y los gobiernos locales y nacional resuelvan con eficacia los problemas comunitarios, generando eficiencias y mayor valor para la mayoría de habitantes; y el voluntariado, que es, a fin de cuentas, cómo se crearon y se manejan las iglesias, las escuelas, los espacios públicos, los mercados y el comercio en la gran cantidad de comunidades humanas alrededor del mundo.
Lo que no podemos delegar ni tercerizar ni desentendernos de ello es la obligación cívica de toda la ciudadanía de votar en los procesos electorales para decidir, como soberano, a quién encargarle la administración pública por un corto período de 4 años.
La responsabilidad y el riesgo de malgastar este derecho sagrado de elegir a nuestros representantes y gobernantes en la función pública tiene su máximo costo en la eventualidad pérdida de libertad que disfrutamos. Al decir eventual, quiere decir que se ha erosionado la libertad que gozábamos por varias generaciones y que podríamos perder con relativa facilidad si nos deja de importar el bien común. Recuperarla es muy difícil. Imaginemos qué pasaría si perdiéramos la libertad por 40 años, como Alemania Oriental al iniciar la Guerra Fría.
Por ello, decidir a conciencia, en la intimidad, por quién votaremos de manera secreta, sagrada y privada estando en la urna con la papeleta ante nosotros es fundamental en este proceso electoral que vivimos en la actualidad. Si votamos por quien nos haga libres o nos esclavice a sus métodos, prácticas y discursos, o si votamos por quien nos hable desde el amor o desde el miedo. De ello dependerá el país que seremos en un futuro muy próximo.
Escuche el episodio 287 de Diálogos con Álvaro Cedeño titulado “Libertad y voto secreto”.
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Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.