El X Informe del Estado de la Educación evidenció una realidad preocupante: bajos niveles de comprensión lectora.
No es un hallazgo nuevo ni exclusivo del apagón educativo y la pandemia. Es la confirmación de un mal crónico: Políticas educativas que generan distorciones teóricas y metodológicas en el proyecto educativo, precariedad en la formación docente y criterios de evaluación descontextualizados.
Comprender esta crisis exige revisar nudos históricos. La escritora Irene Vallejo, en su visita a la Universidad de Costa Rica, lo dijo con claridad: leer no es un acto mecánico, es memoria, tradición, saber y experiencia compartida.
En contraste, Isabel Román, vocera del Estado de la Educación, presentó páginas de datos. Valiosos, pero insuficientes para dimensionar lo que está en juego. Vallejo proponía pensar la lectura como experiencia infinita; Román la reducía a porcentajes.
El dilema es que confundimos lectura con reconocimiento de palabras, comprensión con repetición de ideas, pensamiento con habilidad técnica, crítica con simple opinión y creatividad con copia.
La pregunta es inevitable: ¿se puede enseñar a leer y escribir sin un marco cultural y pedagógico que dé sentido a las palabras?
Tropiezos de las políticas educativas
En las últimas dos décadas, las políticas educativas han intentado combinar enfoques comunicativos, métodos fonológicos y “aprendizaje activo”. Pero ese mosaico descansa sobre una comprensión superficial.
Se confunde lengua con lenguaje. La lengua, sistema de signos compartido por una comunidad, se construye social y culturalmente; el lenguaje, en cambio, es la facultad humana universal de comunicarse.
Al borrar esa diferencia, se actúa como si aprender una lengua fuera automático, cuando en realidad requiere mediación pedagógica y cultural.
También se confunden adquisición y aprendizaje. La adquisición es espontánea, propia de la interacción cotidiana; el aprendizaje es formal, intencional y mediado por la docencia.
Al no distinguirlos, se cree que basta exponer al estudiantado a textos para lograr comprensión, ignorando la necesidad de estrategias planificadas y acompañamiento crítico.
La confusión aumenta al trasladar enfoques de segundas lenguas —como el comunicativo, centrado en la interacción funcional— a la lectoescritura en lengua materna. Allí se necesitan métodos específicos (sintéticos, globales o mixtos).
El resultado es un híbrido pedagógico: se enseña a leer como si fuera aprender un idioma extranjero, mientras se evalúa con pruebas estandarizadas que responden a otra lógica cultural y lingüística.
Estas incoherencias han configurado un currículo débil, que mezcla adquisición con aprendizaje formal, métodos de lectoescritura con enfoques de segundas lenguas y teorías comunicativas con evaluaciones sin contexto.
A esto se suma la política de selección de textos en secundaria.
El Ministerio de Educación Pública mantiene (una lista de lecturas recomendadas, pero no define un mínimo obligatorio ni un corpus común que garantice experiencias literarias compartidas. La elección queda en manos de cada docente o institución, lo que genera fragmentación y arbitrariedad.
En muchos casos, quienes deciden qué se lee leen poco o no tienen formación literaria, lo que deriva en una visión instrumental de la literatura.
Paradójicamente, en nombre de la libertad se privilegió lo “recomendado” sobre lo “obligatorio”, pero el efecto ha sido otro: un vacío cultural que empobrece la experiencia lectora.
A esto se suma la prohibición de celulares, que impide aprovechar dispositivos con potencial pedagógico para leer, escribir, investigar y conectar la escuela con los recursos actuales. Hoy los estudiantes leen también en hipertextos, cómics digitales, podcasts, wikis y redes colaborativas.
Negar esas formas de lectura es condenar a la escuela a quedar desconectada de su tiempo.
El resultado: un sistema que no consolida comprensión lectora ni fomenta pensamiento crítico, y que mantiene a docentes y estudiantes atrapados en contradicciones permanentes.
Formación docente: de las escuelas normales a las universidades
El problema alcanza también a la formación de quienes enseñan.
Las antiguas escuelas normales concebían la docencia como misión cultural y política. Inspiradas en figuras como María Isabel Carvajal y Joaquín García Monge, promovían una educación crítica, vinculada a literatura, cultura y justicia social.
Ese horizonte cambió cuando la formación docente pasó a las universidades públicas, que adoptaron las ciencias de la educación de tradición anglosajona.
Con esa influencia, la pedagogía se redujo a técnicas y la educación a metodologías. Se separó el estudio de quien enseña del de quien aprende. La docencia perdió su base humanista y crítica.
Al mismo tiempo, universidades privadas entraron al negocio de formar docentes, con títulos exprés y programas sin rigor. Así se consolidó un perfil ambiguo: por un lado, la “vocación heroica”; por otro, la idea de que enseñar es una profesión fácil y accesible.
En ambos casos se olvidó lo esencial: la docencia es una práctica compleja y decisiva para el futuro, que requiere marcos filosóficos, políticos, sociológicos, antropológicos, psicológicos y, sobre todo, pedagógicos.
Desafíos actuales
La lectura y la escritura no son simples destrezas técnicas: son puertas de acceso al mundo y a la posibilidad de transformarlo. Por eso necesitamos docentes que lean, escriban, piensen críticamente y devuelvan a la palabra su potencia creadora.
Mientras no asumamos que la lectura es un derecho cultural y un acto de emancipación, seguiremos repitiendo un modelo que produce generaciones capaces de descifrar letras, pero incapaces de comprender el mundo.
Las soluciones no están en compararnos con métricas internacionales sino en revisar los modelos de formación docente, evaluar los planes de estudio de las carreras de educación para garantizar bases sólidas, y acompañar el trabajo de los docentes para mejorar desde cada aula y en cada rincón del país.
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