Miles vigila suspendido en la pared. Eternizado, con sus ojos cerrados, interpreta alguna melodía detenida en el tiempo. Sacro y profano resguarda la ermita cual patrono trágico: nació maldito por la gracia divina de la belleza. Silencio. Subsuelo. Nos adentramos a la devoción del gesto libre, en un subterráneo de la imposible ciudad sin direcciones.

El piano reposa silencioso en la esquina. Espera que alguna mano prodigiosa la encante con las tonalidades de la trascendencia. Magia. Contemplación. La noche críptica en un Sótano inverosímil se ilumina con los colores de las escalas. Instrumentos. Armonías. Melodías. Ritmo. Silencio. Una mirada basta, la complicidad es simbiótica, natural. Un gesto. La palabra suelta. La conjugación de los metales y las cuerdas es en infinitivo.

Ahora, todo es azul en el mundo subterráneo de la ciudad huérfana de belleza. El ojo de Amón se posa debajo de estas calles. Encanta. Cual deidad dadora de gracia, su luz abraza la nocturnidad de la bóveda. Nocturno en sol a contraluz. Silencio. Los tonos ocres de la noche, en el ladrillo desnudo, expuesto, son bañados por una misteriosa luminaria que matiza los colores de los instrumentos. Silencio. Un cristal servido. Kind of blue. La nota se fuga. Silencio. A Love Supreme. Una cuerda. Una caña. Un boquín. Una baqueta. Silencio. Rasgueo... one, two, three…Improvisación. Libertad.

El jazz es una de las analogías más puras de la vida. Tal como escribiera David Toop, la existencia, al igual que la improvisación “es un inquietante conflicto entre predictibilidad y contingencia”. En esta noria sin sentido, que pretendemos asir y ordenar en un relato coherente, siempre escuchamos una nota, seleccionamos un sonido o una ausencia. El vértigo y el movimiento de la música libre implica incertidumbre. Vértigo. Silencio. El maelströn. Nuestra vida, como una composición simultánea sujeta al devenir del compás y la escala.

Para los que nos hemos acostumbrado a silbar bajito y arrastramos por la belleza, el toque de una nota o una melodía es un acto de euforia y contemplación, pero también de rebeldía. Escondidos. Errantes. Refugiados entre los acordes, nos encontramos semana a semana, feligreses y sacerdotes, congregados en torno al fuego divino de la música. Trío, Cuarteto, quinteto, no importa la formación, siempre es el mismo ritual. Poseídos. Arrebatados. La nota se fuga alrededor del fuego. Anhelamos la epifanía en la zarza ardiente: el trazo irrepetible en el éter. Un instante difuminado en el aire y eternizado en los sentidos y en el recuerdo. Revelación. Incluso los más escépticos, por un instante, creemos en la trascendencia y el misterio. El mismo que asoma y se sugiere con una nota, en una escala, en una armonía. Silencio. Métrica. Figura. Tono. Autumn leaves…

Sí, el jazz es un lenguaje vivo que hay que querer escuchar. Está en el aire, y es llevado por el viento en espera del espectador atento y curioso que desee ser partícipe, por un instante, de una libertad que se nos ha negado.

El Sótano

No es Birdland, es el Sótano. Un pequeño subsuelo constituido como el tempo y el escenario del jazz en Costa Rica. Una noche en el Sótano son todas, pero a la vez ninguna. La creación colectiva de la nota que se fuga es irrepetible. La complicidad del público y la fluidez del repertorio permiten la memorable unicidad de cada set. El tiempo, que es veloz e inmisericorde, se detiene en esas paredes.

Cada jazzero de este país ha tocado ahí. Desde instituciones como Carlomagno Araya o Josh Quinlan, hasta consolidados jóvenes maestros del género como: Pablo Campos, Leo Argüello, Eduardo Montero, Pablo Loaiza, Orlando Ramírez, Fernando Víquez, Nelson Seguro, Kako Brenes, Gilberto Jarquín, Max Esquivel, Manrique Montero…(y perdón por tantísimos nombres omitidos, la lista es interminable y no tenemos tanto espacio). Además, por años, el Sótano se convirtió en el lugar de peregrinación de incontables músicos internacionales que, en su ruta, este subsuelo aparece como un destino ineludible. Por otra parte, algo que debemos destacar es que el Sótano ha sido testigo del nacimiento de nuevas generaciones de bandas de jazz. Agrupaciones como Mazzk, Hot QueSadillas o Maple han dado sus primeros pasos ahí. Lo anterior es un hecho muy importante, porque demuestra que el género está vigente, y que su efervescencia creativa nos exige ocuparnos de estas interpretaciones vivas de género, en la historia musical reciente de este país.

Algo es seguro, en el Sótano se escribe uno de los capítulos más prolíficos de la historia del jazz costarricense. Una historia que debemos abordar, estudiar, escribir y contar. Es responsabilidad de los que le tenemos afecto al género recuperar los grandes episodios de estas vanguardias (desde el “Pibe” Hine, tenemos varias décadas de camino recorrido, pero ese es otro texto). Está dada la encomienda por visibilizar y contar esta historia ecléctica y fecunda del jazz hecho en Costa Rica.

Finalizando, el Jazz subterráneo en el Sótano no es solo activismo cultural, es resistencia cultural. Somos testigos de una legítima trinchera donde se reivindica la noche como un espacio de pertenencia, y desde donde se articula una apología por el arte y la belleza, en una ciudad carente de ella. Un espacio que reencanta las calles grises e impersonales de San José, que, a través de la música, se tiñen de azul y dejan, por unas horas, su infértil indiferencia. El Sótano, y el jazz como resistencia y revolución cultural. Como sugiriera Benjamín: es imperativo disputar e incidir a través de un arte que apele a la experiencia humana y la conciencia. Por consecuencia el jazz se convierte en nuestro discurso y estado de libertad.

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