¡Qué montón de cosas en nuestra sociedad son un culto a la carne, al físico, a lo sexual, al cuerpo que cada uno tiene o no tiene! Basta con ver redes sociales, encender la televisión o caminar por la calle para toparnos con cuerpos perfectos, músculos definidos, sonrisas blanqueadas y filtros que hacen que hasta el cansancio parezca bonito.

¿En qué momento nos pusimos de acuerdo para valorar lo banal, lo que se destruye, lo que inevitablemente se acaba? Ah, cierto, nunca fue un acuerdo consciente. Fueron, son y seguirán siendo nuestras hormonas. Estamos cableados para la reproducción. Algunos más que otros y otros con mucho más trauma que otros. Pero la verdad es que somos carne y carne queremos. Hagamos las paces con eso.

Lo que no podemos es permitir que eso sea la manivela que conduce nuestra vida. Es una esencia primitiva, sí, pero se puede domar. Que la primera motivación al despertar no sea tener cuadritos en el abdomen, recibir likes en una foto o desear que alguien nos valide porque hoy nos vemos “deliciosos”.

No me malinterpreten. A mí también me rompieron el corazón y lo primero que hice fue entrenar glúteos como si fuese atleta olímpica. Y lo disfruté, me tomé fotos sintiéndome diosa, celebrando cada mirada aprobatoria, cada aplauso silencioso del algoritmo. Puro culto a la carne, pura validación instantánea, dopamina en su máxima expresión.

El problema no está en disfrutar el cuerpo ni en querer mostrarlo. El problema es convertirlo en una moneda de cambio emocional. Porque cuando la carne es lo único que creemos tener para ofrecer, nos volvemos esclavos de un mercado muy cruel, el de las apariencias.

Voy con unas verdades incómodas pero necesarias:

  • Desde que nacemos, estamos envejeciendo.
  • El cuerpo se daña, se arruga, se desgasta, se atrofia, se pierde, se pudre.

Y sin embargo, qué lindo(a) es alguien lindo(a). Dios sabe que a todos alguien guapo(a) nos encanta. Que hay personas cuya sola presencia hace que se nos caiga la quijada y que los pensamientos se vuelvan todo menos santos. No se niega, lo estético seduce, arrastra, fascina y trastorna.

Pero lo lindo, lo realmente lindo, es que lo que hay debajo de esa carne, —la perfecta o la imperfecta—, el corazón y el alma, las historias, las risas, las heridas, los talentos, las contradicciones, el universo entero que somos en el fondo y va más allá de cómo nos vemos. Ahí es donde deberíamos entrenar la mirada, para ver y sentir más allá de los sentidos.

Porque lo encarnado, lo que total y completamente somos —y lo que seremos aun cuando todo se pudra—, lo que somos más allá de lo físico, eso es lo que queda, lo que vale y lo que importa.

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