Solemos engancharnos en una multiplicidad de conversaciones que suceden a nuestro alrededor, en nuestras comunidades, incluso en nuestros bolsillos. La mayoría de ellas son de índole política. O sea, de opiniones a veces relacionadas con ideología y a veces relacionadas con creencia.

Esto me recuerda una historia que me contaba mi padre en la adolescencia. Era el cuento de una manada de conejos que fueron alertados por uno de ellos de que, a lo lejos, se veía venir una jauría de perros. Entonces, otro conejo quiso verificar la alerta y cuando vio a la distancia dijo: “se aproxima una manada de galgos.”

Un tercero fue a ver y dijo: “no, no son galgos, son podencos". A lo que el segundo reiteró que eran galgos. Y el tercero, ya un poco exaltado, enfatizó que eran podencos. Ante la agitación de la discusión, se fueron acercando los demás conejos para tomar partido entre ambos contendientes y decidir si los perros que se acercaban eran galgos o eran podencos. El final de la historia es triste: llegaron los perros y se comieron a los conejos. De poco importó qué tipo de perros eran.

Muchos de los asuntos en los que debatimos hoy en día tienen que ver con valores esenciales en nuestra ideología, idiosincrasia, cultura, sistema de creencias, incluso de nuestro sistema normativo. Por ejemplo, podemos estar discutiendo asuntos tan serios como la libertad para ejercer el voto, para asociarnos, para transitar por el territorio nacional, o para creer en quien nos dé la gana. Estos temas despiertan agitados debates que no parecieran terminar nunca.

Mientras tanto, llevamos más de cincuenta años – 53, para ser exactos – desde que la comunidad científica internacional nos advirtió que el quehacer humano estaba teniendo la preocupante consecuencia de aumentar, muy poquito a poco, la temperatura de todo el planeta. Desde aquel momento, en una cumbre de las Naciones Unidas en Estocolmo, Suecia, la población humana se ha triplicado sobre el planeta y sus emisiones de gas carbónico a la atmósfera se han cuadruplicado.

Pero los debates continúan y seguimos discutiendo acaloradamente de si el apagón educativo, o el tipo de cambio, o el sistema político, o el financiamiento de campañas, o la creación de partidos taxi, o la influencia del narcotráfico, o las obras viales, o las filas de la seguridad social, o el costo de vida, o el desempleo.

Esas son las cosas que nos importan más en nuestra cotidianidad. Tener una determinada postura en cada una de ellas nos hace abanderados en la campaña por defender nuestra versión de libertad.

De lo que no nos damos cuenta es de lo implacable y avasallador que es el cambio climático, la degradación ecológica, la extinción de especies, la erosión de suelos fértiles, la contaminación de cuencas hidrográficas, la deforestación, y el aumento exponencial en los devastadores impactos de incendios forestales, sequías, olas de calor, huracanes, olas de frío, salinización de mantos acuíferos, pérdida de fertilidad de los suelos, y las masivas migraciones de millones de personas que cada año deben buscar un nuevo lugar adonde asentarse y aspirar a un estilo de vida, aunque pobre, sostenible.

Si tuviera una varita mágica y pudiera cambiar algo de la noche a la mañana en la campaña electoral que se avecina, sería bioalfabetizar a todas las personas candidatas a puestos de elección popular para que hablaran el lenguaje de la vida y debatieran sobre los temas prioritarios, no para la libertad de sus ideologías, sino para la vida de todas las especies en el planeta, incluida, por supuesto, la nuestra.

Eso cambiaría la conversación de todos los temas pedestres y mundanos que ocupan nuestra agenda mediática, informática, social, cultural y de entretenimiento, y nos pondría a dialogar de manera constructiva, con sentido de urgencia, sobre la misión de prevenir las peores consecuencias del cambio climático y adaptarnos, de la manera más efectiva posible, a aquellas que fueran inevitables.

Con ello produciríamos el mayor bien posible para la inmensa mayoría de habitantes que podrían salir robustecidos de un esfuerzo organizado, desde el liderazgo político, para actuar como gestores de acción climática.

Si este milagro utópico hubiera de suceder en algún lugar del mundo, tendría que ser aquí, en Costa Rica.

Somos los hijos y nietos de aquellos que vieron venir el problema a tiempo y tomaron decisiones locales antes de que se conociera el problema global. A nuestros ancestros, que son hoy nuestros héroes, la gratitud es eterna. A nuestra descendencia, el perdón que merecen, si no lo hemos sabido hacer mejor.

Escuche el episodio 284 de Diálogos con Álvaro Cedeño titulado “Libertad o vida”.

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Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.