Vivir en el exterior en ciudades que priorizan el transporte público me ha dado un parámetro para entender el nivel de desarrollo humano, el valor cultural que le damos al tiempo y la pericia técnica para la gobernanza pública que tenemos en Costa Rica respecto a otras latitudes.
También, nuestro sistema político y nuestra cultura ciudadana de paz nos permiten concluir que la disfunción en la gestión pública es inocua. Esto quiere decir que, pese a las promesas y los planes y las metas que se fije un gobierno, no sufre mayores consecuencias, ni durante ni después de su administración, si las incumple. El resultado es este: gobiernos que gobiernan vía discurso, y apoyo popular que se manifiesta de manera reiterada a favor de esos discursos. Como decía el viejo chiste de política, “estamos hartos de realidades; ¡queremos promesas!”
Otro fenómeno que nos viene afectando mucho en décadas pasadas es el mesianismo en la política electoral de Occidente. Significa que confundimos, desde nuestra moral religiosa, el acto mismo de elegir a una persona para que ocupe de manera periódica la gobernanza del estado y cumpla con una serie de obligaciones constitucionales específicas para administrar la cosa pública. Pero las masas se vinculan en campaña como si estuvieran disputándose el trono para el elegido, designado desde una divinidad afín con la que resuena la masa.
Al final de cuentas, las buenas prácticas para la gobernanza pública ya fueron inventadas, ya se han puesto en práctica, ya han sido mejoradas y ya las tenemos al acceso de nuestras instituciones públicas. Me refiero en específico a la membresía permanente de Costa Rica a la OCDE, lo más parecido a una escuela para la gestión eficaz de los estados.
Tal vez nos caería muy bien retomar la iniciativa que presentó la Administración Rodríguez Echeverría hace 25 años para reformar nuestro sistema político hacia un régimen parlamentario. De esta manera, el jefe de estado tendría que rendir cuentas de manera continua sobre el cumplimiento de sus metas, bajo pena de que su gobierno sea destituido en el momento en que el parlamento así lo determine. De paso, aprovechemos esa reforma para meterle unos 100 diputados más a nuestro Congreso. El número actual no da abasto con la amplia y compleja tarea de legislar para una población tan diversa, con la mirada puesta en edificar la mejor versión de Costa Rica que podamos imaginar para los próximos 75 años.
Además de pericia y de decencia – que es innecesario describir como requisito indispensable para la buena y sana gobernanza de una nación gloriosa y noble como la costarricense– es comprender el principio de legalidad como parámetro filosófico del quehacer del estado. Materia de segundo año de la carrera de derecho, pareciera a veces olvidada cuando juzgamos como ciudadanos privados el quehacer de los funcionarios públicos sin comprender el riguroso entramado normativo que debe acatar por ley. Según este principio toda persona en la función pública está obligada a cumplir con el mandato para su cargo descrito en la ley, bajo pena de incumplimiento delictivo.
Es importante reiterar que el ejercicio del poder tiene responsabilidades, dificultades y límites. Querer no siempre es poder. Se requiere una destreza técnica que se adquiere en cualquier buena escuela de diseño de políticas públicas, y orientarlas al desarrollo de la nación. Esto es, que prioricen el mayor impacto a la mitad más vulnerable de toda población meta que pretenda afectar cualquier política pública que vaya a promulgarse.
Lo contrario sería arriesgar continuar por el rumbo que hemos venido, al menos el primer cuarto de siglo XXI, donde Costa Rica ya alcanzó el umbral de renta económica alta, mientras su desarrollo humano se encuentra en caída libre y en condición más baja de lo que ha estado en un par de generaciones.
Escuche el episodio 280 de Diálogos con Álvaro Cedeño titulado “La pericia del poder”.
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