Costa Rica tiene, en su diseño constitucional, un sistema político sustentado en partidos políticos, cuya finalidad es que permanezcan en el tiempo de manera institucionalizada y no de vez en cuando para cada elección. La Constitución Política, en su artículo 98, establece que “los partidos políticos expresan el pluralismo político; concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumentos fundamentales para la participación política”. Esta manifestación no es decorativa: es también la base de nuestro sistema democrático. La ciudadanía delega el poder en organizaciones políticas con una base mínima de ideologías, principios y equipos que se forman para asumir el gobierno.
En la práctica, los partidos políticos consolidados han venido experimentando una corrosión peligrosa, que ha sido la antesala en la proliferación de los llamados partidos taxi. Se trata de agrupaciones políticas que nacen con un solo objetivo: servir como vehículo de turno para llegar al poder, sin principios sólidos que les unan. No hay ideología, no hay programa, no hay compromisos a largo plazo. Solo conveniencia, improvisación e intereses personales.
Un partido taxi no es un espacio para el pensamiento político, sino un cascarón donde caben figuras recicladas de los partidos de siempre —que tanto critican—, muchas de ellas con trayectorias cuestionables y encaminadas a alabar a un nuevo caudillo —o Mesías—. Curiosamente, estas personas, al bajarse de los partidos que tildan de “corruptos y tradicionales” y subirse a un taxi recién pintado, pasan automáticamente de ser señaladas como parte del problema a convertirse en redentores. Como si al pasarse de partido se tuviera un segundo aire, como si ahora sí fueran inmaculados, después de haber sido “de los malos”.
Esta es una narrativa que borra el pasado a conveniencia, y que solo puede prosperar en un electorado desinformado, hastiado o seducido por el populismo.
Rodrigo Chaves llegó a la presidencia montado en el taxi del Progreso Social Democrático (PPSD), una agrupación que nadie conocía hasta la campaña de 2022. Tras tomar el poder, ese vehículo fue dejado de lado, porque estorbaba a media calle y, ¿Se le pegaron al PPSD las pulgas y garrapatas del gobierno? ¿Quién les reclamaría sus errores si ya ni están ahí? El PPSD no se responsabiliza por lo cuestionable del gobierno y viceversa.
Después, intentaron subirse al taxi de Aquí Costa Rica Manda, luego de un cambio de nombre apresurado para las elecciones municipales. Como tampoco funcionó, surgieron nuevas marcas políticas de orientación “chavista” —según conveniencia— para ver cuál lograba captar el beneplácito de Zapote —que ha estado abiertamente en campaña—.
Hoy, los oficialistas han tomado el control del partido Pueblo Soberano. Un vehículo que volvió a surgir luego de su fracaso en las municipales y también luego de que la propia diputada Pilar Cisneros afirmara que “no le gustaba” dicho partido, solo para terminar dándole el banderazo de salida. ¿Qué pasó de camino? Peleas con figuras clave como Calixto Chaves (financista) y Mayuli Ortega (presidenta), así como una lucha interna por cuotas de poder disfrazadas de renovación. La supuesta “coalición de hecho” que les daba respaldo, no duró ni una semana al pasar de 5 a 3 agrupaciones. Las bases de esa coalición estaban pegadas con chicle y no obedecían a un gran proyecto país. Es más, ni siquiera fueron capaces de mencionar los ejes principales de un plan que ofrecieran a Costa Rica y, que, por tanto, les uniera tan profundamente en ese acto simbólico.
Lo más grave es la impunidad que esta jugada taxista permite. Si el partido taxi en el que alguien militaba cae en desgracia, basta con cambiarse al carro de a la par. No hay consecuencias ni responsabilidad política. La marca es desechable y si te vi, no me acuerdo. Nadie exige cuentas al nuevo inquilino del taxi porque, oficialmente, es “otro partido”. Todo se reinicia.
Esto es radicalmente distinto a lo que ocurre con partidos con trayectoria histórica. Con todos sus errores, aciertos, vicios y virtudes, son partidos que han tenido que cargar con sus decisiones, defender o repudiar a sus militantes, y sostener un mínimo hilo de coherencia.
Es probable que, en alguna medida, el sentimiento de desprecio que enfrentan los partidos políticos tenga sustento; pero no puede ser que el “remedio” sea peor que la enfermedad y, por supuesto que esta no es una defensa a ciegas o ingenua, sino una advertencia respetuosa y con profunda convicción patriótica: sin partidos con identidad, memoria y responsabilidad, la democracia —que es abstracta— se vacía de contenido.
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