El efecto transformador del arte y la necesidad de llevarlo a comunidades alejadas.

¿Ha sentido cómo una melodía lo saca del mundo por unos minutos? ¿Alguna vez presenció un espectáculo artístico y sintió la urgencia de contárselo a sus amistades? ¿El arte puede sanar?

La definición de arte dicta: es la habilidad de hacer algo —y agrego— con amor. Un profesional puede caer en el absurdo de ejercer sin amor, pero un artista no. A su vez, cualquier persona puede ser artista en su oficio, aunque no pertenezca a las bellas artes: un artista en la cocina, un artista con el balón.

El arte es parte de la cultura, pero la cultura no siempre se traduce en arte. Sin embargo, la sociedad que conforma toda cultura necesita del arte como del aire.

Siendo que la mente de los seres humanos no se detiene y los pensamientos rumiantes nos hacen víctimas de la ansiedad, el estrés, la preocupación, exponernos a manifestaciones como la música, la danza, el teatro, la literatura, rompe con la rutina y aísla la mente por instantes casi mágicos, en espacios sin tiempo, sin dolor. En una sociedad urgente de amor, el arte aparece como un salvavidas. Frente a la violencia, el odio, la desidia, el arte puede ser un remedio.

La globalización tecnológica, amiga y enemiga a la vez, cumple su función facilitadora, pero a su vez se convierte en grillete, en una meta que no acaba, se actualiza, ampliando el deseo de alcanzarla y así, también la frustración, para sumarse a la lista de detonantes de las crisis sociales. La tecnología es una aliada en la medida en que se utilice como canal de difusión con amplios alcances para la música, por ejemplo, en sitios en los que de otra manera no es usual llevar a una orquesta. Un concierto en línea jamás sustituirá la emoción de vivirlo en persona.

La cultura es orgánica, no estática. Sufre actualizaciones de la mano con la mencionada globalización. Los modismos propios de un pueblo, sus manifestaciones, la genética que caracteriza a una región; por tanto, más que hablar de expresiones culturales, quisiera enfatizar las manifestaciones de las bellas artes, aquello que, a partir del amor, propicia más amor; entonces es remedio. Debe ser a su vez caldo de cultivo, sanar y sembrar la iniciativa, mover al cambio positivo, que incite a la continuación y creación de otras expresiones.

En estos procesos se debe tener cuidado de no caer en el activismo sin alma. Las campañas de beneficio social que giran en torno a su visualización nacen muertas porque no trascienden. Las acciones sin concientización son solo acciones; como un libro que se escribe desde la pretensión, se origina a partir del arte literario, pero su muerte es la ambición. No hay trascendencia en lo que no tiene un espíritu, en nada que no surja desde la vehemencia.

El arte que no se comparte es apenas una expresión solitaria. Cumple como exteriorización emocional, un desahogo mudo, útil para su artífice únicamente. De igual forma, los esfuerzos humanos y económicos de promoción artística usuales en las metrópolis deben tomar conciencia de su necesidad de trascender; el desafío es que, como un juglar, gire, ruede hacia las comunidades por un bien común: la paz. Es la paz lo que se gesta en el fondo, en los tejidos sociales. Cada persona impactada será receptor y transmisor; esa es otra capacidad propia del arte: provoca la necesidad de ser compartida, de contarles a los demás lo vivido y con la misma emoción vivida; lo que nos emociona, lo queremos compartir.

Eventos artísticos que para algunos podrían resultar comunes, para otros son una experiencia maravillosa que marcará sus vidas y recordarán siempre. La realidad de las comunidades más alejadas de la Gran Área Metropolitana es, a veces, desconocida e impensable para quienes viven en una metrópoli.

El arte cura desde la raíz, y es una obligación social hacerlo llegar a todos los rincones, porque donde hay arte, germina la paz. Lo expreso desde la experiencia y conocimiento de causa.

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