Un 2 de marzo del 2020, el periódico La Nación publicó una nota donde se establecían las instrucciones, o mejor dicho, las reglas para saludarnos. El entonces ministro de Salud, Daniel Salas, aparecía en un video que hoy, a la luz de la posteridad, se nos antoja ridículo y mostraba que la forma correcta de saludar, según las incipientes disposiciones sanitarias, consistía en una insustancial colisión de codos.

Nada de besos.

Nada de abrazos.

Nada de apretones de manos con socollón incluido.

La arquitectura de la pandemia, así, quedaba definida y empezaba por la gestión del saludo.

Pocos gestos dicen tantísimo de nosotros. El saludo, por un lado, acusa nuestros matices psicológicos y alumbra los fosos más remotos de nuestro carácter: todas nuestras inseguridades y nuestros cristos pueden delatarse en un saludo. Pero resulta que, en el saludo, también, están implicados los procesos sociales, los engranajes añosos que definen nuestros perímetros de sentido: no en vano, en sus estudios sobre iconología, Erwin Panofsky comienza reflexionando sobre el significado social de quitarse el sombrero para saludarse en la calle.

Es sabido que en Roma era habitual que los hombres besaran en los labios a las esposas de sus amigos. Los maorí, por otra parte, se saludan con extrema ternura juntando sus frentes y narices.  Los pueblos del desierto se saludan con los ojos a la distancia y luego se acercan para encontrarse.

En las montañas centroamericanas, hasta no hace mucho, para saludarse o para anunciarse era usual que los campesinos lanzaran gritos que eran amplificados por esas cajas de resonancia que son los barrancos y canjilones. Están los besamanos galantes, las flexiones orientales, los silbidos amistosos y los graves saludos militares. Y en nuestras calles, aún a pesar de la toxicidad vial, no es raro que algunos conductores disminuyan la velocidad y toquen el pito amistosamente para saludar a algún conocido.

Gato, el taxista de Plaza del Sol, pertenece a ese último grupo.

Nos conocemos desde hace más de 15 de años. Y cada vez que pasó por la parada donde está o cada vez que nos topamos en la calle ocurre siempre lo mismo: levanta su enorme mano, sonríe, pega un grito y toca el pito.

Sospecho que el saludo de Gato es humilde y político al mismo tiempo.

Humilde en el sentido de que se aleja de la presunción y la jactancia de quien considera que su tiempo es infinitamente más valioso que el de cualquier otro ser humano. Por eso Gato baja la velocidad y, a veces, incluso, se detiene. O sea, deja de hacer su trabajo y saluda generosamente.

Político, porque si pensamos la democracia como el ámbito de la convivencia y la libre conversación entre los individuos, el saludo, más que un automatismo, es el reflejo de una dinámica social que valora la necesidad del encuentro y reconoce la existencia del otro.

En una ciudad rota, en una sociedad rota, se abandona el saludo. Porque en una ciudad rota, en una sociedad rota, es preciso distanciarnos de los demás.

Se trata de un distanciamiento que, en el fondo, es aversión tácita.  Y justo por eso resulta tan fácil darle la vuelta y convertirlo en odio.

Cuando uno saluda a alguien en la calle y ese alguien nos vuelve la cara, a lo mejor, significa que deberíamos hacer como Gato y preocuparnos más por nuestro "yo exterior", nuestro “yo colectivo”, en vez de cultivar con tantísimo esmero narcisista nuestro "yo interior”.

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