John Cleese, comediante británico y uno de los fundadores de Monty Python, dedicó buena parte de su vida a burlarse de lo que el poder y la estupidez humana son capaces de hacer cuando no se cuestionan. Irreverente, inteligente, incómodo y siempre brillante, dejó por ahí monólogo que, pese a tener más de tres décadas, resulta hoy tan pertinente como entonces, sino más.

En The Advantages of Extremism, Cleese explica por qué ser extremista es tan atractivo: porque permite sentirse moralmente superior sin tener que pensar. Porque es más fácil odiar que razonar. Porque es más cómodo etiquetar que comprender. Porque si todo lo malo está en “ellos” y todo lo bueno en “nosotros”, entonces se acaba la complejidad y empieza el fanatismo.

“Si tenés enemigos, podés fingir que lo malo del mundo está en ellos y lo bueno en vos. Y si sos cruel o abusivo, podés decir que es culpa de ellos. Si no fuera por ellos, ¡vos serías amable y racional!”, dice Cleese, con esa elegancia sarcástica tan suya.

Y claro, la receta funciona para la extrema izquierda y a la extrema derecha. Cada una tiene su propia lista de enemigos autorizados. Lo único que comparten es el menosprecio por el centro, por el matiz, por el pensamiento crítico. Por el moderado que duda, que escucha, que se permite cambiar de opinión.

El extremista, en cambio, no duda nunca. Porque no piensa. Y como no piensa, se siente bien. Y como se siente bien, se vuelve adicto a esa sensación. Y entonces, para defender su causa, puede burlarse, silenciar, gritar, atacar… y aún así creerse el bueno de la historia.

La pieza es humor. Pero también es espejo.

Y cuando la vi esta semana, no pude evitar preguntarme cuántos de nuestros “analistas”, “activistas”, “influencers” y “líderes” de hoy —de todos los bandos— están simplemente enviciados con la idea de ser los buenos, sin tener que pasar por la molestia de, aunque sea por un instante, detenerse a pensar.