Según reportó recientemente el INEC, solo el 43% de las personas costarricenses de 24 años y más tienen o secundaria completa o educación superior. Esta información contrasta con la imagen de Costa Rica como un país cuya inversión histórica en educación ha garantizado un alto grado educativo de su población. No voy a considerar aquí qué ha determinado tal descalabro educativo ni cuáles podrían ser sus consecuencias en el mercado laboral y en el futuro económico de muchas personas (principalmente porque no estoy capacitado para tratar esos asuntos). En cambio, me interesa analizar la relación entre la educación ciudadana, el adecuado desenvolvimiento de la democracia como mecanismo político y su relevancia en el contexto costarricense actual.
Parece difícil dudar que el populismo ha avanzado en los últimos años en la esfera política costarricense. No obstante, según el Informe del Estudio de Opinión Pública del CIEP-UCR (setiembre 2024), su principal figura, el presidente Rodrigo Chaves Robles, mantiene un considerable apoyo ciudadano. Por su parte, los anteriores procesos electorales, nacional (2022) y municipal (2024), registraron un aumento en el abstencionismo respecto a los procesos anteriores.
Ambos hechos han activado alarmas en diversos espacios de la esfera pública. El enojo acumulado de la ciudadanía por los fracasos institucionales y políticos, la molestia ante la reiterada corrupción pública, la polarización afectiva, la desinformación y la crisis de representación política. Estas son algunas explicaciones planteadas para tales fenómenos, tanto a nivel nacional como en manifestaciones análogas en Occidente. (una conversación interesante de la situación regional puede consultarse aquí).
Empero, un aspecto sobre el que no se insiste lo suficiente es si en estas sociedades pervive una ciudadanía demócrata capaz de ejercer adecuadamente los derechos políticos atribuidos por la Constitución democrática. La ciudadanía no es una condición natural en las personas; requiere motivaciones y comprensiones específicas que no siempre surgen espontáneamente en una sociedad. En otras palabras, son cualidades que deben ser educadas (los antiguos atenienses hablaron de paideia pros ta koiná, la educación con vistas a los asuntos políticos, que nos son comunes).
La educación para formar ciudadanía democrática es un prerrequisito de una buena democracia. Este concepto de prerrequisito de la democracia ha sido desarrollado por la filosofía contemporánea de la democracia deliberativa participativa. Por su parte, ver a la educación para la democracia en tales términos es una posición que rescata ideas de los viejos republicanos del siglo XIX (desde el estadounidense James Marshall hasta el argentino Domingo Faustino Sarmiento, pasando por los impulsores de las reformas educativas costarricenses de finales de dicho siglo).
Estos republicanos insistían en que, para ejercer responsablemente los recién ganados derechos políticos, era necesario extender una educación adecuada a toda la ciudadanía. De ahí que, en países como Argentina o Costa Rica, desde el siglo XIX diversos niveles de la educación sean obligatorios y garantizar su acceso sea un deber del Estado.
El punto clave es este: la acción política ciudadana en una democracia requiere motivaciones y comprensiones prácticas específicas sobre lo que implica actuar bien en ese ámbito social. Sin embargo, estas no siempre surgen espontáneamente, especialmente en nuestras sociedades modernas. Por ello, se necesita un complemento institucional que haga probable lo que sería improbable si la sociedad funcionara espontáneamente. De ahí se justifica el deber de toda la sociedad de financiar solidariamente las instituciones encargadas de proveer este bien en un nivel adecuado para lograr los objetivos mencionados. Además, este servicio debe ofrecerse con criterios lo más igualitarios e inclusivos posibles a la comunidad política.
De ahí que la educación sea un derecho fundamental de toda la ciudadanía: no solo constituye un bien esencial para el ascenso socioeconómico, sino también para el adecuado funcionamiento de la democracia. Si la educación ciudadana es un prerrequisito de la democracia, se justifica entender que es deber público garantizar su acceso universal. Ciertamente, esta perspectiva sobre la relación entre democracia y el derecho a la educación otorga un lugar central a la educación pública dentro del Estado.
Una educación pública inclusiva posee un valor democrático que va más allá de los contenidos académicos que ofrece. También fomenta la interacción entre personas de diversos contextos y bagajes culturales, y promueve una comprensión vivencial del valor de la inversión comunitaria en bienes públicos, como la educación. Ambas experiencias contribuyen a que las personas comprendan su pertenencia a una comunidad política, un barco intergeneracional que se guía y se repara mediante la acción responsable de sus tripulantes.
Regresemos brevemente a los datos sobre la situación actual en Costa Rica. Las anteriores consideraciones justifican que sea una política pública prioritaria asegurar que toda persona que habite en suelo costarricense concluya la secundaria.
Considero, además, que se debería discutir si la educación superior o universitaria de corte humanista debería ser accesible a toda persona interesada en realizarla. Creo que toda persona debería tener garantizada esta oportunidad, con el costo de dicha educación solidariamente distribuido entre toda la sociedad. Aún de otra forma: las universidades públicas, que ofrecen una educación humanista clave para la ciudadanía, deberían ser lo más abiertas e inclusivas posibles (entiendo que actualmente en Costa Rica no lo son).
Decisiones gubernamentales que afecten estos objetivos comprometen las condiciones básicas para la existencia del mecanismo político democrático y dañan el basamento de la legitimidad de todo el gobierno.
Por supuesto, determinar las implicaciones concretas de este planteamiento abstracto para el sistema educativo es tarea de especialistas. Sin embargo, comprender la relación normativa entre democracia y educación ciudadana justifica una reforma significativa en la forma en que se ha garantizado este derecho en Costa Rica durante las últimas décadas. Esta visión también sustenta una crítica a los recortes presupuestarios que sufrió la educación pública nacional en el gobierno pasado y que se han agravado en el presente.
La democracia costarricense contemporánea enfrenta el desafío de la desinformación política y el surgimiento acelerado del populismo en el espacio político. Resulta difícil no sospechar que la erosión de la educación ciudadana y la formación para la democracia desempeñen un papel clave en la dramática situación actual.
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