¿Se imagina que vaya al médico y este le diga que no puede diagnosticarlo?

Usted, asustado, pregunta por qué. El médico le responde que no cuenta con expedientes médicos que le permitan conocer su historial y necesidades. Para colmo, añade que deberá basarse únicamente en lo que usted le diga en ese momento. Pero usted, molesto porque "parece que el sistema ha fallado," se niega a dar más información y exige una solución inmediata. El médico, atrapado entre la falta de datos y su juramento profesional, le responde con pesar: "Lo siento, no puedo diagnosticarlo. Desconozco la gravedad de su situación y, sin un diagnóstico, tampoco puedo darle los medicamentos que necesita."

Tan absurdo como trágico, ¿verdad? Pues este es exactamente el escenario que enfrenta la educación costarricense. Está enferma, pero no contamos con las herramientas para diagnosticarla ni con los datos suficientes para darle "la medicina que necesita."

Un sistema educativo con diagnóstico insuficiente: antes de 2018

Por más de 20 años, las pruebas nacionales de bachillerato se implementaron bajo un modelo tradicional de enseñanza. Estas pruebas, aunque estandarizadas y de alta relevancia en la vida estudiantil, aportaban pocos insumos para entender los verdaderos problemas del sistema educativo. Sumado a esto, la política curricular del país requería actualización urgente, así como una formación docente inicial y continua más pertinente y alineada con las necesidades del siglo XXI.

En 2016, una nueva política curricular pretendió ser el punto de partida para un cambio estructural. Con esta base, se diseñaron las pruebas FARO, que en teoría buscaban adaptarse a la nueva visión de la educación costarricense. Sin embargo, esta iniciativa nunca llegó a buen puerto: errores metodológicos significativos afectaron su legitimidad y generaron desconfianza entre los principales beneficiarios del sistema: las personas estudiantes y sus familias.

Las pruebas de hoy: un modelo sin diagnóstico claro

El panorama actual no es más alentador. Bajo la administración vigente, se implementaron las Pruebas Nacionales Estandarizadas (PNE), con un enfoque diferente que ha generado fuertes cuestionamientos desde la comunidad académica, incluyendo docentes, investigadores y personal técnico.

Aunque en dos años de aplicación las pruebas han brindado calificaciones individuales para las personas estudiantes, se desconoce cómo estas contribuyen al sistema educativo en su conjunto. Por otro lado, las familias y estudiantes han recibido con agrado este modelo en la medida en que "parece haber dejado de ser una barrera para continuar con sus vidas". Esto responde a un dolor histórico: el bachillerato tradicional se convirtió en un obstáculo cultural para miles de personas que vieron truncados sus sueños de empleo digno o acceso a la educación superior.

El balance necesario: calidad para las personas y para el sistema

A pesar de estos avances parciales, ninguna de las dos condiciones —ni la previa a 2018 ni la actual— son ideales. Por un lado, un sistema basado en pruebas punitivas no responde a los principios de una educación inclusiva y accesible. Por otro lado, un modelo que ignora el diagnóstico de los problemas estructurales del sistema limita cualquier posibilidad de mejora continua de este último.

El periodo entre 2018 y 2022 fue especialmente crítico. Las pruebas FARO no pudieron implementarse adecuadamente debido a la huelga nacional de 89 días y las consecuencias sin precedentes de la pandemia. Esto dejó un vacío preocupante en la evaluación del sistema educativo costarricense, un vacío que las PNE no han logrado llenar.

Un diagnóstico que no podemos postergar

El reciente fallo de la Sala Constitucional, expediente 24-023021-0007-CO, que exige al Ministerio de Educación Pública (MEP) entregar en un plazo de 10 días las bases de datos anonimizadas de las pruebas nacionales estandarizadas y comprensivas, marca un hito en la historia educativa de Costa Rica. Este fallo no tiene como objetivo perjudicar a las personas estudiantes, sino más bien abrir una ventana necesaria para el análisis profundo y objetivo que requiere nuestro sistema educativo. La educación pública no puede avanzar sin un diagnóstico clínico que permita superar los rezagos que por décadas han afectado su capacidad de responder a las demandas del siglo XXI.

Pensar en una educación moderna y de calidad implica mucho más que un cambio superficial. Requiere tocar las bases más profundas del sistema, defender su diseño desde una perspectiva técnica y científica, y garantizar que cumpla su doble propósito: habilitar a cada persona para alcanzar sus sueños y proporcionar al sistema los insumos necesarios para adaptarse de manera constante y eficaz a un entorno nacional y global cambiante.

En este sentido, la situación actual no solo es insuficiente, sino también riesgosa. Un sistema educativo complaciente y politizado, que prioriza "quedar bien" sobre ofrecer herramientas reales para la vida, compromete tanto el desarrollo individual como la competitividad del país. El servicio educativo debe ser un medio para empoderar a las personas, no un fin en sí mismo que se limite a satisfacer expectativas inmediatas sin abordar los problemas estructurales de fondo.

Por ello, pregunto nuevamente: ¿quiere usted calidad de vida o prefiere que el médico que le atiende le diga solo lo que quiere escuchar, perpetuando problemas que comprometen su salud? La respuesta, en el contexto de la educación, debería ser igual de evidente: necesitamos un sistema que mire hacia adelante, que no tema al análisis ni al diagnóstico, y que, con base en ellos, sea capaz de construir un mejor futuro para las personas y para el país.

La educación costarricense está enferma. Pero el primer paso para mejorarla es reconocerlo y diagnosticarla para, finalmente, tratarla.

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