De vez en cuando pasan cosas curiosas en la literatura. No todo el tiempo, la mayor parte de las veces los libros comienzan a narrar cosas un día y otro terminan, interesantes o no, lineales, con el autor, el lector y los personajes cada uno en su espacio, suelen tener esa estructura que llamamos “tradicional”. 

Pero, de vez en cuando, algo diferente acontece: en media lectura un autor nos dice que el leer es un acto de cobardía, de quienes no se pueden enfrentar al mundo real, cambiante y fugaz, “un libro abierto siempre es el certificado de la presencia de un infame” dice Alessandro Baricco en Tierras de Cristal, una porquería, dice, pero dulcísima. O a veces también, los personajes de un autor, como le pasó a Paul Auster en Viajes por el Scriptorium, se rebelan contra este, lo secuestran y acaban por tomar venganza, por lo que les hizo hacer, porque debe seguirlo haciendo, por esa media vida que renace y fallece con cada lectura. Un acto bellísimo de hacer nacer un mundo (el mundo literario), pero también terrible (al acabar y destruirlo, al consumar los actos buenos y malos). Cosas raras que pasan, no son lo más insólito de la literatura, no son algo nuevo siquiera, pero son poco usuales y definitivamente poco exploradas, y que apuntan al papel que ejercemos los lectores. 

Esta es una de esas veces, una en que el lector se ve acorralado, no por el libro, sino por el acto mismo de leer, y ya no tiene más opción que tomar partido: abandonar o continuar leyendo y aceptar todo lo que viene, bello, terrible, y ser parte de eso. La primera opción nunca es posible cuando nos acorralan de la manera en que lo hace Andrea Aguilar-Calderón.

Una asesina en el espejo (publicada este año en la prestigiosa editorial Alfaguara), nos arroja hacia eso, y lo hace con una violencia que no dejará a ningún lector impávido. Su primera novela de ficción relata una serie de homicidios, con cuyos cadáveres se han recreado una serie de pinturas surrealistas, lo cual aumenta lo horrible de esos asesinatos (todo el mundo sabe lo mucho que puede doblar y desfigurar las figuras el surrealismo, ahora piensa en eso, llevado a la carne de las víctimas). 

Una sospechosa, Irene García Valenzuela, persona que ha sufrido muchas de las maldades del mundo, al ser despojada injustamente de la casa paterna, en un hospicio religioso, en la violencia de los hombres y de la religión. Una detective Ana María González Fo, quien con su racionalidad intenta dar forma y caza a la sospechosa. Y nosotros, lectores. Y Andrea, claro, quien es la que comienza a girar esta rueda hermosa y violenta en que nos subimos. 

Hora del observatorio: los amantes de Man Ray, Acercándose a la pubertad de Max Ernst, La filosofía del camarín de René Magritte, Cristo de San Juan de la Cruz de Salvador Dalí y Mi nacimiento de Frida Kahlo, son las pinturas recreadas en los homicidios, que dan nombre a su vez a los capítulos del libro. 

Pero no es una novela negra, ni que se recree larga y morbosamente en las muertes, es algo distinto, donde la palabra clave, repetida varias veces en la novela es intertextualidad. La novela tiene un argumento interesante que explora y radicaliza el rol del lector, bajo la idea de que la literatura es una trinidad (autor, lector, libro, afirma la autora en una entrevista), esto es algo muy bien logrado en la novela, desde sus primeras páginas la autora da guiños, frases ambiguas directamente dirigidas al lector, reflexiones sobre dios, que van señalando lo que se revelará directamente al final, por lo que no se ve forzado, sino el final de un camino emprendido hace muchas páginas, uno que recorrimos sin ser conscientes de lo que estábamos creando. Pero no solo lo descubriremos nosotros, también ellas, protagonistas, cada una con sus propias herramientas, Irene con la evidencia de su propia tragedia; Ana María, con su sagacidad, al lado de la obra de Goya El sueño de la razón produce monstruos.

Los personajes despiertan empatía, aún con dudas sobre la autoría de los crímenes, podemos sentir empatía y dolor por Irene, curiosidad por su belleza, molestia por la frialdad de Ana María, tristeza por los proyectos perdidos para siempre de las víctimas. 

Sobre sus lunares. Adolece el texto de algunos lugares comunes, eventos que denuncian temas innegablemente importantes, pero ya trabajados hasta el hartazgo en la literatura, como la violencia religiosa, los abusos en in hospicio, en instituciones religiosas o de salud, que exigen un tratamiento mucho más original para no ser, precisamente, lugares comunes de la literatura. Otro lunar es que falta desarrollo a algunos personajes, más bien a su personalidad o su historia, se dicen cosas sobre ellos, pero están apenas delineados, aunque es algo que la autora afirma que fue adrede, los hace poco creíbles por momentos. Las largas disquisiciones religiosas, aunque necesarias para crear el ambiente de la novela y problematizar el rol del lector, pueden ser agobiantes por su extensión. 

El texto “Una asesina en el espejo” es uno de los aportes más frescos que he leído recientemente en la literatura costarricense. Se agradece.